sábado, septiembre 24, 2005

La Prepotencia

Una de las característica que últimamente he logrado constatar como uno de los males recurrentes en este país es la creciente prepotencia de sus habitantes. No hay sólo prepotencia contra la injusticia con uno mismo, sino con cualquier persona en cualquier situación.
Me topé con un idiota el otro día que quiso que sacara a mi perro de un local donde siempre voy con él a comprar porque su hija se puso a gritar y a llorar cuando lo vio entrar. Mi perro, debo decirlo, es tan chico que no asusta a nadie y ni siquiera la miró. La infante debe tener terror a los canes. El problema se suscitó cuando me negué a sacar al perro. Jamás me habían hecho problema por entrar con el perro a comprar y además la prepotencia de la exigencia (casi orden) del tipo me hizo estallar. Educadamente le dije que no sacaría al perro porque no hizo nada y además nunca había tenido problemas con ello. Se puso a gritar que era un imbécil, que tendría que llevar a su hija al auto y la mujer del neandertal me dijo que como se me ocurría entrar con un perro a un local, por la higiene. Bastante risa me dio, porque su hija, la misma histérica de los gritos, estaba tan resfriada que tosía hacia todos lados: sobre el pan, la fruta y los quesos. Entonces le grité, ya saliéndome de mis casillas, que mejor metiera a la histérica de su hija al auto, porque el perro no tenía ninguna culpa y que se dejara de hueviar. Pensando que el segundo round venía a la vuelta del despacho de la infante en el auto, me apresté a apretar mi puño por cualquier necesidad, pero el tipo se fue por la tangente y pasó derecho a la caja, evitando cualquier contacto conmigo. La dueña del local me dijo: “¿por qué mejor no lo saca hasta que se vaya?” A lo que le respondí “lo puedo poner más lejos de la puerta, pero no lo voy a sacar porque tengo tanto derecho como él de estar aquí”. El tipo salió con la cabeza gacha y no dijo nada.

Extrañamente en la mañana del mismo día cuando acompañaba a mi mujer a comprar en el Falabella de Providencia, un tipo se acercó a un guardia hablando muy fuerte para que lo escucharan; se había perdido y no encontraba la salida al estacionamiento. El guardia le preguntó que por donde había entrado y el tipo encolerizado le respondió que no se acordaba. Una cajera se acercó y le dio una indicación, pero el tipo se puso más idiota y comenzó a gritar que el guardia era un estúpido, que cómo no reaccionaba, que iba a poner una queja y que era un gran cliente del local y además periodista... Me dio risa. Como si ser periodista fuera la gran cosa. Yo también podría ir diciendo “soy director de cine” o “soy músico” ¡y qué! Un título no te hace mejor persona, sólo dice qué eres capaz de hacer, nada más. Y, perdónenme, pero nadie en Chile es más importante que otro para una casa comercial. Somos sólo números de cuenta. Mi mujer, ofuscadísima, se acercó al mesón y pidió que anotaran sus datos por si necesitaban un testigo contra la prepotencia de este tipo, porque la rabia la debía tener consigo mismo por ser tan imbécil de perderse en una tienda (te creo en un mall, pero en una tienda...).

Y esto me ha hecho pensar. Cuantos estúpidos deben haber por ahí gritoneando al que no se puede defender porque si no pierde su trabajo; abusando de los más débiles o con menos personalidad; influenciando al resto para pasar a llevar a otros; dejando ver lo baja clase que son. Y es que en Chile estamos acostumbrados a dejarnos pasar a llevar.
Históricamente, tanto en los problemas limítrofes como en las políticas internas y de trabajo, en los factores sociales y económicos, siempre hemos dejado que nos pongan el pie encima. Incluso celebramos a tipos como Mackena de CQC que tira un gatito de pocos días sobre su hombro como si fuese un peluche; o a una Paulina Nin que grita y grita porque quiere hablar más de una hora en un programa; o a un ministro que le dice a una pobre mujer que se limpie los dientes con hilo de coser.

¡Hasta cuándo chilenos! Que el afiche de la lucha contra el abuso no quede pegado por ahí sin que sintamos que de verdad tenemos que luchar por nuestros derechos y que nadie tiene porqué insultarnos porque se le dio la reverenda gana. ¡Abajo la prepotencia!

martes, septiembre 13, 2005

El mejor lugar para conocer gente

Cuando estaba el otro día en Providencia haciendo trámites, me dediqué a observar cómo la gente se trataba mutuamente al momento de interactuar en una compra, subirse a la micro o simplemente caminar: nadie ve a nadie. Ninguno de nosotros en esta gran ciudad parece tener el tiempo para querer conocer a otros o simplemente saludar al desconocido. A mí, sinceramente, me da hasta miedo saludar. Recuerdo que estuve viviendo en casa de mi cuñada unos tres meses, al cuidado de su pequeño hijo, en la espectacular ciudad de Valdivia. Algo que siempre me ha gustado de esa ciudad, además de su incalculable cultura y vida social, es que la gente, en su mayoría, aún saluda al desconocido en su caminar. Y es algo que uno aprende a hacer con el tiempo, se transforma en una costumbre, muy buena por lo demás. Cuando llegué de vuelta a Santiago (que se me hizo mucho más gris y enorme que antes) saludé en la calle a una señora, como ya se había vuelto mi costumbre. Pero para mi sorpresa sólo recibí un mohín displicente, casi un “qué se habrá creído este pendejo”, ante lo cual me quedé estupefacto. Y claro, a las pocas semanas volví a ser el mismo santiaguino frío que no saludaba a nadie en la calle; y sigo así hasta ahora.

El caso en cuestión es que estaba en Providencia y decidí cobrar mi seguro en un Servipag que está en el paseo debajo de Almacenes París, al llegar al metro. Cuando llegué vi que habrían unas 20 personas, por lo que me dije “ no será una espera larga”. Luego saqué el número y me sorprendí que era el 479. Pero mi mayor sorpresa fue cuando vi el número en la pantalla de atención... ¡el 286!. Como no tenía nada muy urgente que hacer, me puse a esperar como los que allí se encontraban. Por el cálculo que saqué en ese momento pasarían rápidamente los números porque no había suficiente gente en el local ni afuera. Al paso de unos 20 minutos, me di cuenta que la gente que estaba sentada en el paseo mismo, entre los kioskos, también esperaban atención. Eso sumaba el doble. Pero no me importó. Alguno debía retirarse por cansancio.

Comencé a conversar con una señora que estaba hacía 1 hora esperando y todavía le faltaban unos 60 números para ser atendida. Me contó que siempre pasaba lo mismo, que uno debería llegar a las 7:00 AM, igual que en los consultorios, para ser atendido. Se me ocurrió la idea, muy aplaudida por ella y un caballero más atrás, que había que sacar unos 100 números y luego venderos a 100 pesos cada uno. Así uno se haría de plata mientras esperaba ser atendido.

A los 40 minutos mis interlocutores habían dejado de ser interesantes, así que salí al pasillo. Cuando encendía mi décimo cigarro, se me acercó una señora y me entregó un número: el 438. No lo podía creer. Me dijo que debía irse, así que le agradecí y le entregué mi número anterior a otra señora, con la que conversamos unos 10 minutos más. Al rato llegó una joven de unos 23 años y me preguntó si la fila había avanzado rápido; miré el número de atención y era el 352. Al verlo la joven me explicó que era la 7ª vez que volvía y que tenía el 419. Conversamos un poco y nos reímos al ver la gente que llegaba a sacar número y se sorprendían de recibir el 540.

A la hora y cuarto me dirigí al pasillo más grande y me afirmé contra el vidrio donde la gente que esperaba atención aprovechaba de almorzar. Un hombre de unos 35 años se me acercó y empezó a reclamar por la lentitud de la atención. Era un mensajero que hacía los trámites de su empresa y me contaba que siempre le pasaba lo mismo. Recordé que había otro Servipag más rápido, en Tobalaba y se lo dije. Desgraciadamente para él, no podía alejarse porque estaba esperando a otra persona. Pensé en cambiar de sucursal, pero vi que el número ya iba en 400, por lo que la caminata y la espera en un nuevo local serían lo mismo.

Unas promotoras de Ripley se me acercaron a pedir fuego y conversaron con nosotros un rato; ellas esperaban hacía casi dos horas. Yo llevaba 1 hora y 30 y ya estaba exhausto. De pronto la joven del 419 dio un salto: su número había salido. Entonces me alegré: faltaba poco para mi turno. Me despedí del mensajero y volví a entrar al local. Calculé que faltarían unas 15 personas, lo que me dejaba a unos cuatro puestos de ser atendido. Pero a cada número nuevo llegaba un nuevo cliente. Me comencé a desesperar cuando la del 419 se demoraba demasiado y una vieja reclamaba porque no querían atender a su amiga, cuando las dos iban juntas. Un hombre se acercó al local y vio la pantalla. Con tristeza vio su número y lo arrugó: estaba pasado en 15 y había perdido su turno. Tuvo que sacar un nuevo número: el 643. Ni siquiera me daba risa ya, más bien pena.

Cuando el número llegó a 428, la joven del 419 salió de su ventanilla y se despidió de mí. La señora con la que hablé al llegar también fue atendida. Cuando llegó el 437 mis manos sudaban, sabía que este era mi momento y no quería perder el puesto. Pero un tipo de unos 40 años llegó con un maletín enorme y comenzó a entregar cheques y más cheques y letras impagas y un cuanto hay en la caja.

Cuando mis oídos se abombaban por escuchar por enésima vez a los enanitos verdes en el local de música contiguo, el indicador numérico sonó. Alcé mi vista y vi el 438. Al primer momento no reaccioné, pero cuando sonó el pito nuevamente y pasaron al 439, me apuré a llegar a la ventanilla. Orgulloso pasé mi carnet de identidad y el cajero comenzó a teclear para entregarme mi plata del seguro. Mi alegría se acabó cuando en forma seca y sin mirarme me dijo “Su plata todavía no está. El pago no ha salido”; me pasó el carnet y gritó “¡439!”. Y ahí me quedé. Salí rápidamente, sintiendo los ojos de las personas con las que había hablado, sintiendo su misericordia por mi poca suerte, porque aunque seguí el proceso regular, no conseguí nada. Ni siquiera pagar alguna cuenta, nada. La espera había sido en vano.

lunes, septiembre 05, 2005

El barro en los zapatos

Hace poco me tocó asistir al entierro de un tío. Es una situación algo difícil y que cuesta de enfrentar sobretodo por los problemas comunicaciones que tiene mi familia. Plantiémoslo así: mi familia está separada en sectores. Un sector se considera el “bueno” otro el “rechazado” y un último, entre los que me considero, los “indiferentes”. Y es que mi familia, como tantas otras, tiene peleas que duran años de años, entre hermanos, hijos y padres, primos y las parejas de éstos. Y como todos deben opinar sobre el resto, las divisiones se acentúan aún más y la cantidad de gente en cada bando aumenta con el tiempo. Incluso muchos de los más jóvenes no sabemos la real razón de estas divisiones irreconciliables.

El punto es que mi tío, el hermano menor de mi madre ya fallecida, dejó este mundo para reunirse con los que ya lo habían antecedido, dejando una estela de tristeza y desazón. Claro que a diferencia de mi madre que murió en forma accidental, mi tío sufría de cáncer, por lo que su enfermedad duró cuatro largos años antes de que sucumbiera. Es más, tanto duró su calvario que los hermanos que ya no se hablaban volvieron a hacerlo; claro que terminaron descubriendo que seguían igual de diferentes y separados que al principio.

A mi tío no lo conocí mucho. Su pelea con mi madre y una tía que se dedicó a agrandar más la herida, ocurrió cuando yo apenas tenía unos 5 años, por lo que grandes recuerdos de él no tenía. Mi encuentro de adulto se produjo justo cuando velábamos a mi madre. Y fue chocante. Fue verme a un espejo dentro de 30 años o más. Ambos hablábamos de forma parecida, nos veíamos casi como padre e hijo. Pero para mí seguía siendo un extraño.

Sólo en sus últimos meses de su vida (y por una sugerencia de mi hermano) volví a visitarlo. Hablamos largas horas, pero de nada realmente sustancioso. En esos momentos era muy difícil para él estar en pie y realmente estábamos haciendo casi una visita protocolar, donde comenzaba a reconocer a mi tío. Por eso en las semanas siguientes lo llamé para saber algo más de él, de su salud y contarle todas las cosas cotidianas que yo estaba viviendo. Claro que el tiempo se apresuró un poco en agravar su enfermedad y finalmente ésta le ganó.

Y fue así como el domingo me encontraba con un primo y mi hermano esperando la carroza a la entrada del cementerio. Comenzaron a llegar los pariente que no conocía, los "buenos", los "rechazados" y los "indiferentes" con los cuáles nunca tuve contacto. También un par de primos y tías cercanos, pero la mayoría eran desconocidos para mí. Vi la tristeza en los ojos de la familia que se congregaba y de los amigos que despedían a mi tío. Recibí los abrazos de personas que había visto en fotos, me encontraban parecido a otros, que el primo no sé cuanto, que el tío no se quién y el mar de gente que avanzaba por el cementerio detrás del ataúd se me hacía cada vez más extraño.

Al llegar a la fosa previamente excavada nos detuvimos. El pastor comenzó a decir sus plegarias y luego mi primo, el hijo de mi tío, comenzó a agradecer a esas personas que no tenían nada en común entre ellas excepto conocer a mi tío. Su voz quebrada me hizo recordar mi propia voz cuando hablé en el entierro de mi madre donde también hubo tantas personas que jamás supe quienes eran. Y cuando se quebró, me quebré yo. Y no por el tío, que ya estaba tranquilo; ni por su mujer o sus hijos que quedaban desamparados; ni por su comunidad que ya no lo tendría; ni por sus poemas jamás impresos; ni por nunca haberlo conocido del todo bien. Me quebré al mirar mis pies y el de todos los presente ese día y lloré al darme cuenta que lo único que teníamos en común ese centenar de personas junto al ataúd era el barro en los zapatos.

SCOWY