miércoles, diciembre 21, 2005

Mi agüita amarilla

“He bebido más de cuarenta cervezas hoy (...) baja por una tubería, pasa por debajo de tu casa (...) mi agüita amarilla”.

Así rezaba una de las canciones que más disfruté en mi niñez, en esos años ochenta en que los españoles arrasaban en los rankings chilenos y en que las letras poco sugerentes y más directas eran bienvenidas. Y es una de las canciones que siempre recuerdo cada cierto tiempo. Claro, porque en Chile es inevitable pensar en mi “agüita amarilla”. Si, porque cada vez que uno entra a un baño en nuestra larga y angosta faja de tierra, sea en un elegante restorán o en la peor fuente de soda, al tratar de cumplir con las necesidades esenciales del ser humano, uno entra a una especie de dimensión paralela, un espacio olvidado del cloro y los desinfectantes, poblado por los más extraños olores, donde los orines (el querido y nunca bien ponderado “meado”) son el aroma más recurrente.

Parece ser un acto propio de todos los establecimientos de expendio de comida que el baño sea el único espacio olvidado por la mano de la limpieza. Y no es extraño encontrar en ellos no sólo el exquisito aroma a pichí por cada rincón, sino resbalarse en él hasta llegar al urinario. Claro que no es lo único. Quien no se ha encontrado algún recuerdito por ahí con la cena de otra persona o algún escupitajo en la puerta o, por qué no, el típico vómito después de la quinta caipiriña. Y es que los establecimientos no creen que sea necesario repasar de vez en cuando los baños para que uno no se encuentre con sorpresas. Y uno se las encuentra igual, como por ejemplo, ir corriendo al baño porque ya no se puede aguantar, hacer de todo, hasta llorar por el parto y luego encontrar que no hay papel... y cambiarse con los pantalones abajo al otro cubículo y encontrar que tampoco hay papel. O haberse manchado con todo, tratando de no tocar nada de lo sucio que está, para luego encontrar que no hay jabón, o que en su lugar hay una baba que asemeja al lavado del envase del jabón que con suerte da una burbuja por cada 100 lavados; o tratar de mirarse en un espejo que no tiene reflejo; o intentar secarse las manos en una porquería de secador que no tira aire; y, por supuesto, las nuevas llaves de corte automático de agua que uno tiene que lavarse una mano por vez, porque se corta cada ½ segundo.

Otra cosa que no entiendo en los baños (al menos los de hombres, no conozco la situación en la contraparte femenina), es la fijación de la gente en comparase al momento de orinar. ¿Cómo es posible que nadie mee mirando su propio pene? ¿o es que ya el panorama es tan conocido que es mejor conocer otras tierras?.

Pero lo que más me revienta son los baños que tienen a un tipo o una señora sentados afuera con el papel trozado para que uno lea el “su propina es mi sueldo” y se sienta obligado a pagar 100 pesos por el papel lija que te pasan. Y no sólo te sientes obligado porque está la persona ahí, sino también porque si no ¿con qué cresta se limpia uno?. Y esa propina debería darle a uno la seguridad de que el baño estuviera limpio, pero nones, jamás están limpios.

Así, mis conciudadanos, hago un llamado a los candidatos presidenciales, a los nuevos “honorables” congresistas y a los ministerios públicos, para sacar una ley en la que uno pueda entrar al baño sin tener que saber con exactitud que pasó anteriormente en él.

sábado, diciembre 17, 2005

La “Mary Crismas”

Desde que era niño la navidad era una de los momentos más esperados del año, cuando todo el mundo se veía feliz, los villancicos se escuchaban por todas partes y los niños éramos amos y señores de todo. Los adultos se beneficiaban de nuestra alegría con las semanas de buena conducta y las acostadas temprano en espera del ansiado regalo. Y por mucho tiempo me pareció que era lo mejor del año (porque mi cumpleaños era en las vacaciones de invierno y nadie iba a mi fiesta).

Así, durante años, el viejo pascuero se convirtió en lo que llamaríamos un “ícono del premio”, ese personaje que lograba cumplir los deseos de todo un año en una hermosa realidad. Claro que no siempre. El viejo tenía un problema: parece que tenía una fijación con la ropa interior. Todos los años me llenaba de calzoncillos y calcetines, y que decir de los pijamas y camisetas para el invierno. Seguramente como vivía en el Polo Norte pensaba que todos pasábamos frío el año entero.

Mi creencia en el viejo rojo (aún no sabia de la existencia de los viejos verdes) concluyó el año en que los regalos tuvieron tarjetas “de mamá para Pablo” o “de tu hermano”, etc. Y eso fue como a los 8 años. Entonces, comprendí que la buena onda y el cuidado de todos los meses del año sólo debían asignarse a ciertos individuos de mi familia con poder adquisitivo y sólo algunas semanas antes. Pero ahora, los regalos venían con el típico “es lo que hay” o “el próximo año” o “¡cómo se te ocurre!”. Y la navidad dejó de tener un interés tan grande para mí como lo era antes.

Con los años, la navidad se convirtió en un cacho en el que tenía que buscar regalos, juntar la plata, comprar lo que no podía, pelearme con la típica vieja que agarró el producto primero, pagar a 36 cuotas, encontrar algo distinto para cada persona y además entregarlo feliz. Y de pronto me di cuenta de que ya no me gustaba. Claro, ya el negocio no era lo mismo, antes unas caritas bastaban y el resto era pan comido. Ahora, la barba blanca me la estaba poniendo yo.

Todo siguió así hasta que conocí a la fan número 1 de la navidad. Mi mujer. Y es que desde que nos conocimos, el arreglo del arbolito, las galletas, la cena, los regalos y todo el espectro rojo-dorado-verde se convirtió en sinónimo de alegría, de compartir y ,sobretodo, de entender que la navidad no es el momento de gastar plata que no quieres, buscar regalos por cumplir o reclamar el resto del año por las cuotas, si no de alegrarte porque es el cumpleaños de un niño que trajo alguna vez esperanza a un mundo alicaído y que cada vez que lo celebramos nos damos cuenta que nos llama a compartir, a amar y entregar todo lo que uno pueda a los demás.

Así que ¡feliz cumpleaños, Mary Crismas!

lunes, diciembre 12, 2005

El departamento soñado

Cada vez que pienso en mi hogar, intento verlo como uno que yo haya diseñado para todos mis gustos personales: con un estudio para grabar mis temas, una sala de visionado de películas, un bar, una cocina con todo lo necesario para pasar un día entero preparando una tremenda cena familiar, un living para que todos mis amigos puedan conversar sentados y un lugar para hacer un asadito de vez en cuando... una pieza matrimonial que permita correr por ella si quiero y un baño con un jacuzzi en el que pueda nadar si quiero. Claro que esas son mis fantasías inmobiliarias.

Lo que la realidad me entrega es un departamento de 2 dormitorios y un baño con unos balcones pequeños y una cocina en que cabe una persona cómodamente y otro puede conversar desde el pasillo. La pieza tiene unas esquinas, ya que está en el último piso, con las que me golpeo de vez en cuando al hacer la cama y el living-comedor sólo me alcanza para comedor. Pero igual ha sido mi feliz hogar desde hace tres años.

El problema es que con la bulla de los vecinos (algo que había comentado en otra crónica) además del calor infernal en verano y el gélido aire que entumece hasta los mismísimos huesos en invierno, la vida comenzó a ser un poco menos apacible que al principio. Súmenle a eso 5 pisos sin ascensor. Claro, al principio, al ser nuestro primer lugar, nuestro refugio, todo se vio mejor. Aceptamos los problemas y lo mejoramos al máximo, incluso tuvimos plantas (nuestra ahora querida naturaleza muerta) en el balcón. Pero la paciencia nos colmó y decidimos buscar departamento nuevo.

El primer escollo es buscar el depto. El trámite lo hicimos por internet y periódico y logramos encontrar una gama bastante amplia de inmuebles dentro de nuestra capacidad de pago, por lo que nos dispusimos a recorrer Santiago en busca de nuestro lugar soñado. Claro que sólo a nosotros se nos tenía que ocurrir buscar en diciembre, el mes más caluroso de este año. A pleno sol, deshidratados, caminamos por sinuosas calles mirando hacia el cielo en busca del letrerito de “se arrienda”. Y encontramos varios. Pero debo decir que en Chile necesitamos una ley contra la mentira en los avisos de arriendo. Porque no es posible que pongan que un departamento es “acogedor” cuando con suerte cabe uno de pie en el living; que es “luminoso” cuando a las tres de la tarde el sol lo deja a uno sin pestañas; que tiene “agradable vista” cuando el balcón da a un árbol o a otro edificio; que diga “tranquilo” cuando es en comunidad y los pendejos corren y gritan todo el santo día; que diga “cocina” cuando es una tabla con dos platos de horno eléctrico empotrados; que diga “terraza” cuando tiene un balcón en el que si se te paras en él tienes que tener la ventana abierta para tener el culo dentro del depto. porque sino no cabes.

Y es que es así. Luego de casi un mes de búsqueda me he encontrado con cada caso de publicidad engañosa que realmente da vergüenza. Y vergüenza ajena, porque además cobran unos arriendos del demonio que superan los $200.000 por departamentos que todavía tienen baño con cadena de esos viejos de colegio básico o que tienen la alfombra tan quemada que es mejor quemar lo que queda para que se vea cool. Y además cobran unos gastos comunes impresionantes. $50.000 por tener al conserje mirando para la calle y que le abra a todo el que toca el timbre (en la visita a los deptos. llego, toco y entro, nadie me hace problemas ni nada).

Y otra cosa que me tiene chato son los conserjes y las corredoras de propiedad. Cuando uno se acerca a alguno de estos tipejos a pedir información, sea cual sea, te miran de arriba abajo como si hicieran un perfil tuyo para ver si “encajas” en la comunidad a la cual aspiras. ¡Qué se creen, tropa de agentes inmobiliarios!. Claro que cuando se trata de plata, los “señor” y “señora” se aglomeran en sus bocas para que firmes el contrato.

Claro que siempre hay excepciones, como don Juan. El hombre hizo todo lo posible para que arrendásemos el departamento de nuestros sueños, con espacio para todo, con vista a la cordillera, sin ruidos molestos y que no hacían problemas por tener perro. Incluso, nos consiguió cuenta corriente, ya que somos independientes y nadie nos quería dar antes de un año. Pero el sueño del depto. se esfumó como por arte de magia cuando el dueño decidió pasárselo a su hijo. Así que estamos de nuevo en busca de otro depto.

Sólo espero que cuando lo encuentre se me quite el tic de mirar hacia arriba en busca del letrerito de “se arrienda”.

viernes, diciembre 02, 2005

Hay que ser muy...

Creo que la violencia intrafamiliar es uno de los grandes cánceres que corroen nuestra sociedad. Desde que el mundo es mundo que nuestras parejas no se llevan. Claro, ambos sexos no piensan ni sienten lo mismo, pero como el ser humano es violento la mayor parte del tiempo, los golpes entre ambos son de esperarse. Cuando los cónyuges pierden el respeto por el otro y por sí mismos, todo se va al carajo. Y es así como aparecen mujeres y hombres golpeados, niños y hasta mascotas. Esta violencia se transmite de generación en generación; es muy probable que un niño golpeado al crecer golpee a su hijo... o se deje golpear por él, lo que venga primero.

Bueno, hay cientos de miles de casos cada año (algo que no nos tiene que enorgullecer para nada) y las consecuencias para los agresores son mínimas. Hasta quedan muchas veces como las víctimas de un carácter incontrolable, los muy cobardes. Pero creo que de todos los casos, la violencia intrafamiliar tiene uno que sobresale del resto: el de la hija de Bonvallet. Sí, porque el Bomba es muy agresivo con sus contrario, golpea la mesa y garabatea de lo lindo en su programa. Pero en su casa, nada. Es un hombre bastante apacible y que, aunque tiene las riendas del hogar, jamás ha sido conocido algún caso de violencia en él. Pero la violencia vino de otra parte: el idiota de su futuro yerno. El pololo de la hija no se le ocurrió mejor forma de descargar su ira contenida que con el retoño del hombre más querellado de Chile. Por eso el título de esta crónica. Es que hay que ser muy hueón para llegar y aforrarle a la hija de un tipo que, cuando se es su enemigo, hay que temerle. Y este idiota no pensó en las represalias. Ahí se vistió de super papá, de héroe familiar, el saltón de Bomba. Y corrió al encuentro del imbécil para propinarle la golpiza de su vida. Y sinceramente, lo apoyo. Yo jamás permitiría que nadie le pusiera un dedo a nadie de mi familia, menos a una hija o a mi esposa. Y el Bomba se vengó, salvó el honor de su hija y lo dejó para la historia, sin importarle si venía otra querella o que diría la opinión pública. Porque así es el Bomba; y en cierta forma deberíamos serlo todos. Jamás permitir violencia entre los propios ni para los propios, hacer justicia cuando los idiotas prepotentes y sin sentido golpean a alguien que no se puede o no sabe defenderse. Es hora que todos nos pongamos nuestra camiseta de super papá, super esposo o super hijo, da igual, pero no podemos permitir que nadie nos ataque porque se le dio la puta gana. Amén hermanos.