Hay momentos para todo. Los hay para escuchar, mirar, obedecer, sentir, admirar, reír, llorar, sufrir e incluso para amar. Los hay cortos, largos, ínfimos y eternos, sin que ninguno de ellos sea por tanto más o menos importante. Todos los momentos que llenan nuestra vida tienen un peso similar.
Pero hay momentos que parecen una vida y aunque tratamos de olvidarlos toda nuestra existencia, no hay vidas que nos permitan borrar lo que sentimos por su culpa. Y uno de esos momentos ocurrió hace un par de noches a las orillas del Canal de Ramón. Una pareja de jóvenes pololos (ella 14 y él 15) caminaban a las cero horas por el parque que bordea el canal. Habían visto una película en el cine Hoyts de la reina (al que soy muy asiduo) y luego el tierno pololo encaminó a la joven adolescente hasta su casa. La distancia era mucha, pero a esa hora las micros no pasan, así que se aventuraron amparados en la luminaria urbana.
Al llegar a la esquina de Eliecer Parada, un tipo de 28 años, sucio, maloliente, que se comía las uñas y que portaba un gollete de botella como arma, los amenazó, golpeando al muchacho, obligándolo a desnudarse, amarrándolo de pies y manos junto al río. Luego tomó por el brazo a la joven y la arrastró unos 500 metros para violarla en dos ocasiones.
Los vecinos fueron quienes se percataron de lo ocurrido, cuando la niña de sólo 14 años golpeó la puerta de una casa y reclamó ayuda. El joven, que ya sin voz seguía gritando por ayuda, fue socorrido por otros vecinos que lo encontraron colgando hacia las aguas del canal completamente desnudo. La familia de la joven, que alertados por la tardanza y por la extraña forma de contestar el teléfono que tuvo cuando estaba con su captor, la encontró cerca de su barrio, la llevó al IML y luego a un hospital. La píldora del día después fue recetada por un médico de la clínica alemana que la atendió con posterioridad, pero no pudieron encontrarla en ninguna farmacia del barrio alto.
Pero, más que píldoras, gritos o ambulancias, el momento más largo en la vida de esa joven fue cuando ese tipo sucio, maloliente y con mirada lasciva la penetró sin ninguna compasión, sin miramientos, disfrutando cada uno de los estertores que sistemáticamente reflejaban en el cuerpo de la muchacha el rechazo, el dolor, la rabia, la angustia y la desesperación de tener que soportar ser violada para salvar con vida. Esos minutos de congoja, esos minutos de silenciosa agonía que nadie percibió, que a nadie en ese momento le importó.
Ese momento es el que quiero rescatar. Quisiera atraparlo de alguna manera e insertarlo en la mente de todos los putos agresores sexuales y hacerlos vivir ese momento cada minuto, hora, día, mes y año de sus vidas, que sientan como les rompen el alma mientras les separan las piernas y les quitan la dignidad con el único propósito de causar miedo, terror y angustia, que sientan en su piel el roce que les cause asco, que se sientan minimizados, que cada célula de sus cuerpos sienta el terror y el desazón, la amargura de saber que jamás podrán sacarse el olor a ese monstruo que los viola. Sí, les haría esa tortura, repitiendo en ellos cada instante, haciéndolos víctimas de sus propios actos, de su propia mierda.
Ojalá pudiésemos darle este escarmiento a esa tropa de degenerados que usan nuestras calles como su zona de caza.