miércoles, diciembre 21, 2005

Mi agüita amarilla

“He bebido más de cuarenta cervezas hoy (...) baja por una tubería, pasa por debajo de tu casa (...) mi agüita amarilla”.

Así rezaba una de las canciones que más disfruté en mi niñez, en esos años ochenta en que los españoles arrasaban en los rankings chilenos y en que las letras poco sugerentes y más directas eran bienvenidas. Y es una de las canciones que siempre recuerdo cada cierto tiempo. Claro, porque en Chile es inevitable pensar en mi “agüita amarilla”. Si, porque cada vez que uno entra a un baño en nuestra larga y angosta faja de tierra, sea en un elegante restorán o en la peor fuente de soda, al tratar de cumplir con las necesidades esenciales del ser humano, uno entra a una especie de dimensión paralela, un espacio olvidado del cloro y los desinfectantes, poblado por los más extraños olores, donde los orines (el querido y nunca bien ponderado “meado”) son el aroma más recurrente.

Parece ser un acto propio de todos los establecimientos de expendio de comida que el baño sea el único espacio olvidado por la mano de la limpieza. Y no es extraño encontrar en ellos no sólo el exquisito aroma a pichí por cada rincón, sino resbalarse en él hasta llegar al urinario. Claro que no es lo único. Quien no se ha encontrado algún recuerdito por ahí con la cena de otra persona o algún escupitajo en la puerta o, por qué no, el típico vómito después de la quinta caipiriña. Y es que los establecimientos no creen que sea necesario repasar de vez en cuando los baños para que uno no se encuentre con sorpresas. Y uno se las encuentra igual, como por ejemplo, ir corriendo al baño porque ya no se puede aguantar, hacer de todo, hasta llorar por el parto y luego encontrar que no hay papel... y cambiarse con los pantalones abajo al otro cubículo y encontrar que tampoco hay papel. O haberse manchado con todo, tratando de no tocar nada de lo sucio que está, para luego encontrar que no hay jabón, o que en su lugar hay una baba que asemeja al lavado del envase del jabón que con suerte da una burbuja por cada 100 lavados; o tratar de mirarse en un espejo que no tiene reflejo; o intentar secarse las manos en una porquería de secador que no tira aire; y, por supuesto, las nuevas llaves de corte automático de agua que uno tiene que lavarse una mano por vez, porque se corta cada ½ segundo.

Otra cosa que no entiendo en los baños (al menos los de hombres, no conozco la situación en la contraparte femenina), es la fijación de la gente en comparase al momento de orinar. ¿Cómo es posible que nadie mee mirando su propio pene? ¿o es que ya el panorama es tan conocido que es mejor conocer otras tierras?.

Pero lo que más me revienta son los baños que tienen a un tipo o una señora sentados afuera con el papel trozado para que uno lea el “su propina es mi sueldo” y se sienta obligado a pagar 100 pesos por el papel lija que te pasan. Y no sólo te sientes obligado porque está la persona ahí, sino también porque si no ¿con qué cresta se limpia uno?. Y esa propina debería darle a uno la seguridad de que el baño estuviera limpio, pero nones, jamás están limpios.

Así, mis conciudadanos, hago un llamado a los candidatos presidenciales, a los nuevos “honorables” congresistas y a los ministerios públicos, para sacar una ley en la que uno pueda entrar al baño sin tener que saber con exactitud que pasó anteriormente en él.

sábado, diciembre 17, 2005

La “Mary Crismas”

Desde que era niño la navidad era una de los momentos más esperados del año, cuando todo el mundo se veía feliz, los villancicos se escuchaban por todas partes y los niños éramos amos y señores de todo. Los adultos se beneficiaban de nuestra alegría con las semanas de buena conducta y las acostadas temprano en espera del ansiado regalo. Y por mucho tiempo me pareció que era lo mejor del año (porque mi cumpleaños era en las vacaciones de invierno y nadie iba a mi fiesta).

Así, durante años, el viejo pascuero se convirtió en lo que llamaríamos un “ícono del premio”, ese personaje que lograba cumplir los deseos de todo un año en una hermosa realidad. Claro que no siempre. El viejo tenía un problema: parece que tenía una fijación con la ropa interior. Todos los años me llenaba de calzoncillos y calcetines, y que decir de los pijamas y camisetas para el invierno. Seguramente como vivía en el Polo Norte pensaba que todos pasábamos frío el año entero.

Mi creencia en el viejo rojo (aún no sabia de la existencia de los viejos verdes) concluyó el año en que los regalos tuvieron tarjetas “de mamá para Pablo” o “de tu hermano”, etc. Y eso fue como a los 8 años. Entonces, comprendí que la buena onda y el cuidado de todos los meses del año sólo debían asignarse a ciertos individuos de mi familia con poder adquisitivo y sólo algunas semanas antes. Pero ahora, los regalos venían con el típico “es lo que hay” o “el próximo año” o “¡cómo se te ocurre!”. Y la navidad dejó de tener un interés tan grande para mí como lo era antes.

Con los años, la navidad se convirtió en un cacho en el que tenía que buscar regalos, juntar la plata, comprar lo que no podía, pelearme con la típica vieja que agarró el producto primero, pagar a 36 cuotas, encontrar algo distinto para cada persona y además entregarlo feliz. Y de pronto me di cuenta de que ya no me gustaba. Claro, ya el negocio no era lo mismo, antes unas caritas bastaban y el resto era pan comido. Ahora, la barba blanca me la estaba poniendo yo.

Todo siguió así hasta que conocí a la fan número 1 de la navidad. Mi mujer. Y es que desde que nos conocimos, el arreglo del arbolito, las galletas, la cena, los regalos y todo el espectro rojo-dorado-verde se convirtió en sinónimo de alegría, de compartir y ,sobretodo, de entender que la navidad no es el momento de gastar plata que no quieres, buscar regalos por cumplir o reclamar el resto del año por las cuotas, si no de alegrarte porque es el cumpleaños de un niño que trajo alguna vez esperanza a un mundo alicaído y que cada vez que lo celebramos nos damos cuenta que nos llama a compartir, a amar y entregar todo lo que uno pueda a los demás.

Así que ¡feliz cumpleaños, Mary Crismas!

lunes, diciembre 12, 2005

El departamento soñado

Cada vez que pienso en mi hogar, intento verlo como uno que yo haya diseñado para todos mis gustos personales: con un estudio para grabar mis temas, una sala de visionado de películas, un bar, una cocina con todo lo necesario para pasar un día entero preparando una tremenda cena familiar, un living para que todos mis amigos puedan conversar sentados y un lugar para hacer un asadito de vez en cuando... una pieza matrimonial que permita correr por ella si quiero y un baño con un jacuzzi en el que pueda nadar si quiero. Claro que esas son mis fantasías inmobiliarias.

Lo que la realidad me entrega es un departamento de 2 dormitorios y un baño con unos balcones pequeños y una cocina en que cabe una persona cómodamente y otro puede conversar desde el pasillo. La pieza tiene unas esquinas, ya que está en el último piso, con las que me golpeo de vez en cuando al hacer la cama y el living-comedor sólo me alcanza para comedor. Pero igual ha sido mi feliz hogar desde hace tres años.

El problema es que con la bulla de los vecinos (algo que había comentado en otra crónica) además del calor infernal en verano y el gélido aire que entumece hasta los mismísimos huesos en invierno, la vida comenzó a ser un poco menos apacible que al principio. Súmenle a eso 5 pisos sin ascensor. Claro, al principio, al ser nuestro primer lugar, nuestro refugio, todo se vio mejor. Aceptamos los problemas y lo mejoramos al máximo, incluso tuvimos plantas (nuestra ahora querida naturaleza muerta) en el balcón. Pero la paciencia nos colmó y decidimos buscar departamento nuevo.

El primer escollo es buscar el depto. El trámite lo hicimos por internet y periódico y logramos encontrar una gama bastante amplia de inmuebles dentro de nuestra capacidad de pago, por lo que nos dispusimos a recorrer Santiago en busca de nuestro lugar soñado. Claro que sólo a nosotros se nos tenía que ocurrir buscar en diciembre, el mes más caluroso de este año. A pleno sol, deshidratados, caminamos por sinuosas calles mirando hacia el cielo en busca del letrerito de “se arrienda”. Y encontramos varios. Pero debo decir que en Chile necesitamos una ley contra la mentira en los avisos de arriendo. Porque no es posible que pongan que un departamento es “acogedor” cuando con suerte cabe uno de pie en el living; que es “luminoso” cuando a las tres de la tarde el sol lo deja a uno sin pestañas; que tiene “agradable vista” cuando el balcón da a un árbol o a otro edificio; que diga “tranquilo” cuando es en comunidad y los pendejos corren y gritan todo el santo día; que diga “cocina” cuando es una tabla con dos platos de horno eléctrico empotrados; que diga “terraza” cuando tiene un balcón en el que si se te paras en él tienes que tener la ventana abierta para tener el culo dentro del depto. porque sino no cabes.

Y es que es así. Luego de casi un mes de búsqueda me he encontrado con cada caso de publicidad engañosa que realmente da vergüenza. Y vergüenza ajena, porque además cobran unos arriendos del demonio que superan los $200.000 por departamentos que todavía tienen baño con cadena de esos viejos de colegio básico o que tienen la alfombra tan quemada que es mejor quemar lo que queda para que se vea cool. Y además cobran unos gastos comunes impresionantes. $50.000 por tener al conserje mirando para la calle y que le abra a todo el que toca el timbre (en la visita a los deptos. llego, toco y entro, nadie me hace problemas ni nada).

Y otra cosa que me tiene chato son los conserjes y las corredoras de propiedad. Cuando uno se acerca a alguno de estos tipejos a pedir información, sea cual sea, te miran de arriba abajo como si hicieran un perfil tuyo para ver si “encajas” en la comunidad a la cual aspiras. ¡Qué se creen, tropa de agentes inmobiliarios!. Claro que cuando se trata de plata, los “señor” y “señora” se aglomeran en sus bocas para que firmes el contrato.

Claro que siempre hay excepciones, como don Juan. El hombre hizo todo lo posible para que arrendásemos el departamento de nuestros sueños, con espacio para todo, con vista a la cordillera, sin ruidos molestos y que no hacían problemas por tener perro. Incluso, nos consiguió cuenta corriente, ya que somos independientes y nadie nos quería dar antes de un año. Pero el sueño del depto. se esfumó como por arte de magia cuando el dueño decidió pasárselo a su hijo. Así que estamos de nuevo en busca de otro depto.

Sólo espero que cuando lo encuentre se me quite el tic de mirar hacia arriba en busca del letrerito de “se arrienda”.

viernes, diciembre 02, 2005

Hay que ser muy...

Creo que la violencia intrafamiliar es uno de los grandes cánceres que corroen nuestra sociedad. Desde que el mundo es mundo que nuestras parejas no se llevan. Claro, ambos sexos no piensan ni sienten lo mismo, pero como el ser humano es violento la mayor parte del tiempo, los golpes entre ambos son de esperarse. Cuando los cónyuges pierden el respeto por el otro y por sí mismos, todo se va al carajo. Y es así como aparecen mujeres y hombres golpeados, niños y hasta mascotas. Esta violencia se transmite de generación en generación; es muy probable que un niño golpeado al crecer golpee a su hijo... o se deje golpear por él, lo que venga primero.

Bueno, hay cientos de miles de casos cada año (algo que no nos tiene que enorgullecer para nada) y las consecuencias para los agresores son mínimas. Hasta quedan muchas veces como las víctimas de un carácter incontrolable, los muy cobardes. Pero creo que de todos los casos, la violencia intrafamiliar tiene uno que sobresale del resto: el de la hija de Bonvallet. Sí, porque el Bomba es muy agresivo con sus contrario, golpea la mesa y garabatea de lo lindo en su programa. Pero en su casa, nada. Es un hombre bastante apacible y que, aunque tiene las riendas del hogar, jamás ha sido conocido algún caso de violencia en él. Pero la violencia vino de otra parte: el idiota de su futuro yerno. El pololo de la hija no se le ocurrió mejor forma de descargar su ira contenida que con el retoño del hombre más querellado de Chile. Por eso el título de esta crónica. Es que hay que ser muy hueón para llegar y aforrarle a la hija de un tipo que, cuando se es su enemigo, hay que temerle. Y este idiota no pensó en las represalias. Ahí se vistió de super papá, de héroe familiar, el saltón de Bomba. Y corrió al encuentro del imbécil para propinarle la golpiza de su vida. Y sinceramente, lo apoyo. Yo jamás permitiría que nadie le pusiera un dedo a nadie de mi familia, menos a una hija o a mi esposa. Y el Bomba se vengó, salvó el honor de su hija y lo dejó para la historia, sin importarle si venía otra querella o que diría la opinión pública. Porque así es el Bomba; y en cierta forma deberíamos serlo todos. Jamás permitir violencia entre los propios ni para los propios, hacer justicia cuando los idiotas prepotentes y sin sentido golpean a alguien que no se puede o no sabe defenderse. Es hora que todos nos pongamos nuestra camiseta de super papá, super esposo o super hijo, da igual, pero no podemos permitir que nadie nos ataque porque se le dio la puta gana. Amén hermanos.

lunes, noviembre 21, 2005

La metamorfosis del vecino

En todos los años que llevo viviendo en un departamento he podido conocer variedad impresionantes e impresionables de los susodichos “vecinos”, esos humanos que viven a nuestro lado y que saben cada cosa que nos pasa... Aterrador, ¿no?

Bueno, desde 1994 que paso mi vida entre departamentos que han variado de tamaño, color, ubicación, ruido ambiente, temperatura, etc. Durante estos 10 años he pasado por muchas situaciones de, con, por, para y sin mis vecinos que son muy largas de describir, pero que logran hacer un catastro histórico de cómo es nuestro comportamiento en las comunidades de nichos familiares a las que llamamos departamentos. Y es que con la modernización de la cuidad, el aprovechamiento del espacio se ha convertido en una obsesión para nuestras constructoras y los genios del diseño que son nuestros arquitectos. Sí, porque sólo en Chile es posible encontrar un departamento de 40 m2 con 2 dormitorios 1 ½ baños (como si en el medio baño uno se bañara la mitad), bodega, estacionamiento, logia, recibos y hasta pieza de servicio. Y así se encuentra uno en la situación de lavarse los dientes mientras caga y logra ducharse, todo al mismo tiempo; donde hay que lavarse los dientes sólo de arriba hacia abajo, porque si lo haces hacia el lado rompes la muralla; donde las camas toman todo el espacio de la habitación y tienes que arrastrarte por la muralla para intentar ir al baño; donde en la cocina sólo cabe uno (y sólo si mete únicamente los brazos para cocinar); donde el living es living, comedor, recibo y pasillo; donde el balcón es para mirar desde dentro porque sólo caben las jardineras; donde el refrigerador y la lavadora se vuelven compañeros de cuarto.

Demostrado es que mientras más espacio, mejor es la calidad de vida, pero a nuestros negociantes de las constructoras se les olvidó eso. Como si ya fuera totalmente molesto toparse con las murallas para transitar, hay que aceptar un hecho aún más molesto: los vecinos. Porque si antes los vecinos eran los de la taza de azúcar prestada y de cuidar al niño para que los vecinos puedan salir, o de avisar al menor problema (no es que ya no existan, pero son una especie en peligro de extinción), los de ahora son sólo una molestia más grande que el pagar las cuentas a fin de mes. Claro, porque donde antes vivían 4 ahora viven 20 y por lo tanto 5 veces más bulla de lo normal. Y la tecnología no ayuda para nada. Porque la tecnología la diseñan afuera, donde el espacio es un poco más importante para sus sociedades y donde un hometheater será utilizado en una sala especialmente acondicionada. Pero aquí en Chile, en un departamento de 40 m2 , con 10 vecinos alrededor y con las murallas de papel con que contamos, todo el edificio sabe el final de la película. O un jueves o viernes, cuando al llegar del trabajo uno se encuentra con no una, sino 6 fiestas ¡y todas se escuchan porque todos compraron equipos de 500 watts!.

Y al intentar dormir y sentir las risotadas que avanzan de uno a otro balcón, mientras la película termina y empieza el bailoteo y los de arriba que llegaron recién ponen la radio a todo volumen y la guagua del tercero comienza a llorar y que el perro no deja de ladrar mientras le tiran cuescos de aceituna para que se calle... aparece una solución: los amiguitos de verde. Las fiestas se terminan o bajan el volumen un poco, y la guagua es amordazada y el perro drogado para que no ladre más. Y todo se soluciona. Hasta que el viernes siguiente es uno el de la fiesta y los pacos llegan para cortarte la bulla.

domingo, noviembre 20, 2005

El sexo, esa ecuación sin solución

Desde que tengo memoria, el sexo ha sido algo tabú para mi familia más añeja. En cierto modo, todo lo que tenga que ver con los genitales es tomado por ellos como una aberración si no es tomado desde el punto de vista biológico y reproductivo. Bueno, eso no se refiere a mi madre y mi hermano, con quienes la confianza nos permitía hablar de todo. Desde el punto de vista católico, lo referente al sexo no es fácil de hablar. Mucho se juzga al que tiene sexo a destajo, se lanzan piedras para tratar de callar al que exige su libertad sexual y se trata de locos o depravados a quienes no toman la vida heterosexual como un dogma. Y el problema es que por lo mismo nuestra educación al respecto está sesgada por nuestras creencias religiosas o por nuestro entorno familiar y escolar.
A pesar de que Freud y muchos otros lograron determinar nuestros estados psicológicos basados en nuestras etapas sexuales y de acercamiento con el sexo opuesto, debo decir que la ecuación jamás se concluyó. Y es que al tener a dos seres de morfología y pensamiento tan dispares que desarrollan el acto sexual, no se puede determinar de manera exacta una ejecución óptima que sea la “receta” que a todo el mundo le sirva al momento de tener sexo.
Con el tiempo he desarrollado una teoría. Nuestros sexos (hablo de una relación heterosexual) están desfasados en tiempo y espacio. Es cosa de ver a los miles y miles de jóvenes y hombres de adultez temprana que rogamos por sexo cada vez que podemos y parecemos una manada tras una hembra en celo. Y para las mujeres, en su mayoría, el sexo no es un tema demasiado importante. Para el hombre, es casi como respirar (sexo, luego existo) y en cambio la mujer busca muchas otras cosas en su vida y el sexo ocupa casi siempre un lugar secundario en su vida personal (siento, luego existo, después de mucho rato, el sexo). Así cuando nosotros buscamos placer somos jodidamente insistentes y llegamos a pecar de necesitados por el sexo. Y para una mujer esto resulta bastante molesto. Por ejemplo, si analizamos los movimientos al momento de un beso con algo más en vista, el hombre intenta siempre llegar a los pechos o más abajo e incluso tenemos técnicas para desabrochar los sostenes. En cambio, las mujeres sólo se limitan a defenderse.
Cuando la adultez llega y nuestros trabajos absorben el 80% de nuestras vidas, los hombres estamos completamente cansados y, aunque siempre el sexo está antes del cansancio, ya no es tan importante como al principio. Claro, porque tanto rechazo nos hace un poco insensibles y siempre se termina pensando en “para qué insistir”. Las mujeres, en su etapa de adultez, por el contrario, necesitan reafirmar su capacidad de seducción y sexualidad con sus parejas, por lo que buscan mucho más el sexo que el hombre. Y trabajan duro por ello. Nosotros, en cambio, estamos en la etapa de sexo fácil: si llega, bien, sino, vemos un partido de fútbol o una película XXX.
Por eso, mi teoría es que, al estar desfasados, nuestros sexos no se complementan. Así que para solucionar la ecuación sexual de nuestra sociedad propongo: que los jóvenes incursionen con maduras y las jóvenes con cuarentones. Así, el joven tendrá ese sexo desenfrenado que busca, esa experiencia que necesita y sin ningún compromiso, que es lo que le gusta. Y la joven tendrá ese sexo esporádico, esa admiración que la edad le da al hombre y la estabilidad que siempre buscan en una relación.

Por eso:

(Hombre maduro + Mujer Joven) = (Mujer Madura + Hombre Joven)

Así, mis queridos amigos, todos tendríamos el sexo que necesitamos y cuando lo necesitemos, sin jóvenes con callos que imposibilitan sus trabajos diarios y mujeres que no tendrían que fantasear con cada nuevo ídolo que no conocieron en su juventud.

martes, noviembre 01, 2005

El nuevo deporte

Hoy por casualidad descubrí un nuevo deporte. Estaba esperando la micro para ir a una grabación, cuando me fue revelado. Cuando el microbús amarillo (porque hasta ahora no me he podido subir a uno de los caracoles verdes) se acercó a la vereda, corrí tras él para no perderme la única posibilidad de llegar a la hora a mi mencionada grabación. Al girar para comenzar la carrera me encontré con mi primer obstáculo: Soledad Alvear. Con un rápido movimiento hacia la derecha me lancé hacia delante para toparme con Joaquín Lavín; al saltarlo, Pablo Longueira me esperaba con la más plástica de sus sonrisas; con un último esfuerzo me aparté de Juan Guillermo Vivado y logré subirme a la micro. Debo admitir que tanta finta me dio un gran ejercicio aeróbico.

Y es que en estas épocas de elecciones ya no hay donde pisar. Claro, porque no sólo tenemos que aceptar los comerciales y franjas de propaganda política en la TV, ni las marchas o reuniones a gran escala o los panfletos y cientos de tipos con poleras en carros alegóricos. No. Porque todo tiene posibilidades de convertirse en propaganda. Así surgieron los aviones de propaganda, los edificios con carteles publicitarios y el nuevo metro, que se pinta según quiere el mejor postor. A todos estos avances de la información que uno no quiere recibir, se sumaron los tipos que hacen malabarismo en las esquinas y que además reparten panfletos de un candidato en especial. Y como los carteles no pueden ser colgados en el alumbrado público, se usan los postes, árboles, basureros, autos, personas, etc.

Mi problema no va por ahí. Si quieren llenar de carteles la ciudad no me importa (si luego los sacan); hasta la gris capital se ve un poco más colorida (aunque sólo de mentiras demagogas). Lo que a mí me afecta es que ahora no puedo caminar. Claro, porque a los grandes creadores de las campañas se les ocurrió ocupar el único espacio que no estaba previsto: el suelo. Y es así como encontramos unos bastidores, cuales obras de Leonardo, donde no hay óleo ni Giocconda, sino látex y una Alvear a la que la sonrisa le salió chueca y forzada. Y claro, también la Michelita, Piñera, Lavín y un cuanto hay, desde viejos estandartes de la política, hasta animadores sin trabajo y actores retirados.

Y ante toda esta horda de cuadros tirados en la calle no podemos hacer nada. Invaden nuestras veredas, plazas, entradas a los negocios y hasta los regadores automáticos, con lo que sólo la mitad del pasto se moja. Y aunque gasté alrededor de 15 calorías por cada giro para evitar chocar con ellos, creo que el mejor uso que se les puede dar es el de saltarlos, con lo que podríamos quemar unas 200 calorías por cada cuadra con candidatos. Así, un recorrido normal del trabajo a la casa lograría hacer bajar ese rollito rebelde y nos haría un poco más firmes. Hasta ahora los más difíciles de saltar son los presidenciables y los senatoriales; se los recomiendo luego de un par de días de ejercitar con diputados.

Así que este es mi nuevo deporte: EL SALTO POLÍTICO. Para que por fin los políticos nos sirvan de algo.

martes, octubre 25, 2005

Los dos lados del viento

Al mundillo televisivo le encantan las catástrofes. Puede ser que venga de una tradición tanto periodística, televisiva, radial y cinematográfica donde ver la desgracia de otros es una venta segura. Podríamos decir que la segunda guerra mundial no habría sido lo mismo sin los reportes de guerra exhibidos antes de las funciones de matiné, vermouth y noche; tampoco la guerra de Vietnam con sus reportes segmentados, intentando opacar el magro resultado de las fuerzas norteamericanas contra un puñado de asiáticos; o la dictadura de Pinochet haciendo ver a través de la televisión que el país estaba bien y todo era como debía ser; o la guerra del golfo y la ocupación de Irak sin CNN; o los atentados de las torres sin los mensajes de Al Jazeera. Es que la violencia, la muerte y la destrucción es algo que siempre atrae. El sólo hecho de pensar que la vida puede correr peligro hace que nuestros sentidos se agudicen y la adrenalina fluya como un río por nuestro débil cuerpo.

Así es como nos encontramos este año con un vendaval de ciclones, tormentas y huracanes. Este año todos los vientos del mundo se pusieron chúcaros y decidieron limpiar un poco la casa. Y por supuesto, la TV tiene que estar ahí para mostrarnos como la gente sale volando o como las casas se destruyen y un niño llora porque no encuentra a su madre. La imagen de un perro muerto al lado del vagabundo con que dormía o un edificio sin ventanales desde donde cae algún pobre diablo es oro puro. Y si se puede mostrar más pronto, mejor. Es así como nacen los “Héroes de la Noticia” esos paladines de la información que apenas se sabe de un terremoto, maremoto o huracán, toman sus maletas, una cámara y parten a la aventura. Es que si el informe es interesante, más identificación es que lo reportee un compatriota. La lista de periodistas y camarógrafos que acuden a las catástrofes es larguísima, pero aquí en Chile tenemos un par de casos que por casualidad se encontraron en la misma situación siendo de características completamente distintas.

Rafael Cavada, el reportero estrella de la Guerra de Irak, fue enviado a USA para que en Florida recibiera con brazos y ojos abiertos al Huracán Wilma. Partió sin demora como siempre lo hace, dispuesto a meterse al ojo del huracán si fuese necesario. Y se nota que le gusta. Es uno de esos temerarios a los que hay que admirar, pero desde el otro lado del televisor (hay que tener agallas para ir a enfrentar un huracán). Y claro, esperaría el huracán en tierras gringas, ya que siempre para los estadounidenses las catástrofes no son sólo de ellos, son de importancia mundial. Si no, pensemos que habría pasado si el 11-9 hubiese sido en Italia o Rusia; seguramente no habríamos tenido noticias durante un mes completo de la catástrofe y sus consecuencias.

Pero aunque Rafael llevara toda su valentía en una de sus maletas y en la otra su poca cordura, no contempló una variante que le robó la exclusiva en otro país cercano a USA: los programas de la farándula que habían ido a reportear los MTV Music Video Awards para Latinoamérica. Claro, Rafita y su equipo no calcularon que al pasar el huracán por la Península de Yucatán tomaría por sorpresa a todos los buitres del espectáculo que esperaban con ansias destripar con sus ácidas críticas el certamen o la vestimenta de los asistentes. Y así apareció en portada Petaca. Giancarlo, el hijo pródigo de Paulina Nin, el Edipo de la televisión matinal que pasó a convertirse en el saco de plomo de la farándula con su soso programa de copuchas y destape de escándalos, estaba entre los que esperaban la ceremonia. Y cuando se supo que el huracán arrasaría la península quisieron arrancar. Pero no pudieron. Claro que Jennifer Warner si pudo con sus US$ 1000 con que pudo pagar uno de los pocos pasajes que quedaban, dejando a su equipo tirado para salvar su flaco culo.

Y Petaccia llamaba por teléfono, implorando volver, desesperado por el hacinamiento en el refugio, donde era un don nadie y no tenía privilegios de ningún tipo. De todas maneras salió a la calle, empujado por su equipo, para grabar el hecho noticioso del momento. Y es que si no lo hacía quedaba como completo inútil (y no es que en su trabajo no lo sea). Así, pudimos ver las imágenes con el indicador del traspaso en pantalla donde con su musculosa figura trataba de hablar por su micrófono mojado, indicando árboles, palmeras y edificios, sin saber de qué estaba hablando. Claro, porque no habían vestidos, ni artistas, ni besos nunca antes grabados, ni escándalos de ningún tipo.

Cuando Rafael Cavada logró dos días después recibir al huracán fue distinto. Se paró en plena calle a entrevistar a un vagabundo afirmado de un poste, mientras caía de bruces por los fuertes vientos. Se paró delante de un incendio e hizo su nota sin importarle si su camisa estaba fuera del pantalón o si su pelo le tapaba la cara. Pero lo que mostró y relató tuvo sentido. Y no le importó que viniera después lo peor, se quedó a esperarlo, como es su costumbre.

Esas son las dos caras del viento. Una, la del periodista que busca la noticia e intenta a toda costa que su trabajo sirva para informar, no importando qué le suceda. Y otra, la del inútil conductor que no buscó nada y le llegó todo, y muerto de susto, rogó por nunca más ir a un MTV.

jueves, octubre 13, 2005

Cuando se tiene el jefe que uno quiere

Desde que la democracia se instauró en nuestra sociedad como la forma más aceptada de funcionamiento patrio y el libre mercado en la piedra angular de la economía democrática, el ciudadano ha pasado de ser un sirviente de la monarquía a ser un igual que elige entre los suyos a quien tiene la mejor capacidad para gobernar al resto. Es así como hemos creído durante años que el poder de la democracia reside en las masas, en los miles y miles de hombres y mujeres que conformamos este país y muchos otros en los que este modelo de gobierno se utiliza.

A la democracia se le pueden encontrar muchos defectos como sistema de gobierno, como en cualquier otro, sólo que en éste uno se puede echar parte de la culpa por los errores gubernamentales, por haber votado por uno u otro, o por el simple hecho de no hacerlo.

Siempre, cada día, uno se encuentra con una organización piramidal de responsabilidades y derechos en cada uno de las organizaciones y estamentos tanto de gobierno como privado. Siempre un grupo está mandado por un superior y éste a su vez es un subordinado de uno con mayor rango o fuerza. Hasta en las pandillas callejeras existe este organigrama. Y es que al parecer socialmente siempre necesitamos de un líder; o tal vez no queremos tomar la responsabilidad del resto y es mejor que otro lo haga. El ser un servidor público merece una reverencia gigantesca, ya que hay que tener muchas agallas o estar muy loco para hacerse cargo de un país.

Pero es aquí, en la política democrática en el único lugar donde uno puede elegir a su jefe. Siempre reclamamos que nuestro jefe acá o allá, pero que si no fuera por la plata... y cuantas otras cosas que nos molestan de los que por tener más dinero o capacidad nos mandan. Muchos de sus vicios se traspasan con el cargo; algunos de los que reclaman despotismo lo practican al momento de asumir un cargo más alto. Pero ese es otro problema. Lo que me preocupa es la elección presidencial.

El presidente, ese ser igual a cada uno de nosotros, sin sangre azul, sin castillos ni haciendas (no confundir con la Bolocco) que busca toda su vida como político llegar al escalafón más alto al que puede aspirar: La Moneda. Sí, todos los políticos, cual más cual menos, quieren llegar a la presidencia. Podríamos afirmar que los senadores son presidentes frustrados y los diputados son senadores frustrados. El premio de consuelo serían los alcaldes, pequeños señores feudales que gobiernan a diestra y siniestra sus pequeñas comunas, esperanzados en algún día tocar el cielo de la política bajo la premisa de que “una comuna es un país chico”.

De los cuatro políticos que hoy postulan, ninguno me llena. Hirch es un político que sólo acapara la atención de los partidos que lo apoyan y que en su segunda carrera poco y nada hemos sabido de propuestas o participación en propagandas masivas. Lavín, el fiel perro del tata, intentó durante años hacerse de una carrera que lo llevara a lo más alto. Y casi pudo, a pesar de su apariencia de nerd que le robaron la colación y que nunca pudo tener una de las minas populares del colegio. Piñera, el hijo de político, el empresario estrella, el hombre que tiene a Chile a sus pies (económicamente hablando) y que para muchos de nosotros éste es otro capricho más que quiere conseguir, porque su plata no se lo ha podido dar. Y Bachellet, una doctora hija de militares, torturada en el pasado y que ha logrado dos ministerios en la administración que ya termina. Pero como ya dije, no me caso con ninguno. Porque Hirch no es una posibilidad real de gobierno, ya que aunque lo elijan, su apoyo parlamentario sería mínimo y los procesos que quisiera lograr no resultarían por falta de quórum (algo que pasa actualmente, pero sólo por flojera parlamentaria). Porque Lavín se quemó en Santiago, haciendo gastos estúpidos, vendiendo el agua, dando circo en vez de pan con sus playas y nieves y haciendo el ridículo a cada frase que logra musitar fustigado por su partido. Porque Piñera es un hombre que no genera confianza, que su dinero lo ha alejado del pueblo y que simplemente no logra acaparar simpatías (no es que el dinero sea un problema, muchos políticos tienen muchas empresas y si no, las consiguen durante sus mandatos). Porque Bachellet estuvo en dos ministerios y sólo se destacó por ser buena onda; porque jamás se moja el culo, no habla, sólo sonríe y se preocupa que sus partidos se entiendan entre ellos; porque su única carta real de apoyo es “soy mujer”.

Y este es el problema. Porque, a decir verdad, Soledad Alvear jamás me cayó bien de presencia, pero sabía de lo que era capaz. Una excelente ministra de RR.EE. que logró importantísimos tratados internacionales; una ministra de justicia que logró la reforma procesal que ahora nos enorgullece; una mujer que no sólo es mujer.

Por eso, las elecciones de diciembre para elegir presidente son las elecciones de jefe donde ya no se primará capacidad, sino, por el contrario, se votará por la buena onda. Ojalá que la buena onda sirva para que el país siga creciendo.

En el fondo, después de Lagos, cualquier cosa es poca.

domingo, octubre 02, 2005

Cuando la mierda aprende a pensar

A veces el mundo nos muestra lo hermoso que es. Las especies coexistiendo de manera respetuosa en un hábitat por demás hostil que ha generado la desaparición de muchas de ellas a través de los años. Ver a peces y lobos marinos, a elefantes y antílopes, a tigres e hipopótamos vivir juntos, seguir la ley de la vida del más fuerte sobre el más débil y del débil sobre los vegetales, hace que digamos “qué grande es la madre naturaleza”. Y claro que lo es.

El problema es que a la madre naturaleza se le escapó una especie: un mono de medio pelo que aprendió a erguirse sobre sus patas traseras y se creyó el cuento. Claro, porque de todas las especies animales, los primates son los únicos que se creen el cuento. Sino, miren cuando en vez de lanzarle un plátano a un mono en el zoológico, uno le lanza una cáscara. Te la lanzan de vuelta con cara de “¿te crees mejor que yo? ¿eh?”. Y el hombre es el mono más creído de todos. Los australopitecos y sus proles que comenzaron a poblar el planeta se creyeron mejor que el resto. Físicamente no lo eran; no eran rápidos, ni fieros, tampoco fuertes, ni mucho menos resistentes. Pero tenían algo que ningún otro animal tenía: la conciencia. Ese material que le permitió darse cuenta de lo que era capaz y que con su inteligencia podría gobernar al resto. Y no tardó mucho en hacerlo.

Al pasar los milenios y ver nuestros avances, uno dice “realmente el hombre es el tope de la escala evolutiva” y creo fervientemente en eso. Porque al paso que vamos, seremos la última especie que pueble la tierra, antes de que por fin la destruyamos del todo.
Pero ¿cómo es posible que el omnipotente mono que aprendió pensar no tenga conciencia del futuro?. No es precisamente el problema el que no tenga conciencia al respecto; lo dramático es que lo sabe, pero no le importa. Y el problema es que en general, nuestra especie es la única egoísta de todas las especies terrestres. Todas las otras protegen su lugar e incluso a otras especies, pero el ser humano sólo se preocupa de su calvo culo.

Aún cuando ver al ser humano destruyéndose a sí mismo y al mundo que le rodea puedes ser terrible, a nadie nos preocupa demasiado. Pero el otro día vi una noticia en un pasquín que me dejó helado. En el golfo de México los delfines atacaban a la gente con armas tóxicas. No lo podía creer. Era como decir “los delfines se cansaron de la incapacidad humana y vienen por nosotros”. En cierto modo habría sido bueno ver a otra especie consciente revelarse a los dogmas humanos. Pero, por el contrario, eran delfines que se habían escapado de un centro de entrenamiento norteamericano para la guerra... ¡DELFINES COMO ARMAS LETALES! Y eso no es todo, fueron ocupados en Irak y en otras zonas para exploraciones y para eliminar posibles amenazas espías.

Y volvemos a darnos cuenta que la evolución a veces también genera involución. Porque para que un gobierno permita usar a animales como armas tóxicas, sabiendo que los mismos animales morirán en la misión, cambiando los hábitos pacíficos de los delfines con los humanos, es que hay que pensar que el cerebro humano esta involucionando. Igual que un país que reelige a un imbécil como Bush, sabiendo de lo que es capaz. Que permiten que gasten más plata que la deuda externa del mundo entero en armas contra enemigos que no existen y que al momento de usarlas no sirven porque fueron hechas para mega guerras y no para guerrilleros...

O tal vez sólo sean los gringos. O puede ser que sea un mal endémico del ser humano. Tal vez todos, en cierto modo estamos dejando que nuestro culo piense por nosotros. Así fue como la mierda aprendió a pensar.

sábado, septiembre 24, 2005

La Prepotencia

Una de las característica que últimamente he logrado constatar como uno de los males recurrentes en este país es la creciente prepotencia de sus habitantes. No hay sólo prepotencia contra la injusticia con uno mismo, sino con cualquier persona en cualquier situación.
Me topé con un idiota el otro día que quiso que sacara a mi perro de un local donde siempre voy con él a comprar porque su hija se puso a gritar y a llorar cuando lo vio entrar. Mi perro, debo decirlo, es tan chico que no asusta a nadie y ni siquiera la miró. La infante debe tener terror a los canes. El problema se suscitó cuando me negué a sacar al perro. Jamás me habían hecho problema por entrar con el perro a comprar y además la prepotencia de la exigencia (casi orden) del tipo me hizo estallar. Educadamente le dije que no sacaría al perro porque no hizo nada y además nunca había tenido problemas con ello. Se puso a gritar que era un imbécil, que tendría que llevar a su hija al auto y la mujer del neandertal me dijo que como se me ocurría entrar con un perro a un local, por la higiene. Bastante risa me dio, porque su hija, la misma histérica de los gritos, estaba tan resfriada que tosía hacia todos lados: sobre el pan, la fruta y los quesos. Entonces le grité, ya saliéndome de mis casillas, que mejor metiera a la histérica de su hija al auto, porque el perro no tenía ninguna culpa y que se dejara de hueviar. Pensando que el segundo round venía a la vuelta del despacho de la infante en el auto, me apresté a apretar mi puño por cualquier necesidad, pero el tipo se fue por la tangente y pasó derecho a la caja, evitando cualquier contacto conmigo. La dueña del local me dijo: “¿por qué mejor no lo saca hasta que se vaya?” A lo que le respondí “lo puedo poner más lejos de la puerta, pero no lo voy a sacar porque tengo tanto derecho como él de estar aquí”. El tipo salió con la cabeza gacha y no dijo nada.

Extrañamente en la mañana del mismo día cuando acompañaba a mi mujer a comprar en el Falabella de Providencia, un tipo se acercó a un guardia hablando muy fuerte para que lo escucharan; se había perdido y no encontraba la salida al estacionamiento. El guardia le preguntó que por donde había entrado y el tipo encolerizado le respondió que no se acordaba. Una cajera se acercó y le dio una indicación, pero el tipo se puso más idiota y comenzó a gritar que el guardia era un estúpido, que cómo no reaccionaba, que iba a poner una queja y que era un gran cliente del local y además periodista... Me dio risa. Como si ser periodista fuera la gran cosa. Yo también podría ir diciendo “soy director de cine” o “soy músico” ¡y qué! Un título no te hace mejor persona, sólo dice qué eres capaz de hacer, nada más. Y, perdónenme, pero nadie en Chile es más importante que otro para una casa comercial. Somos sólo números de cuenta. Mi mujer, ofuscadísima, se acercó al mesón y pidió que anotaran sus datos por si necesitaban un testigo contra la prepotencia de este tipo, porque la rabia la debía tener consigo mismo por ser tan imbécil de perderse en una tienda (te creo en un mall, pero en una tienda...).

Y esto me ha hecho pensar. Cuantos estúpidos deben haber por ahí gritoneando al que no se puede defender porque si no pierde su trabajo; abusando de los más débiles o con menos personalidad; influenciando al resto para pasar a llevar a otros; dejando ver lo baja clase que son. Y es que en Chile estamos acostumbrados a dejarnos pasar a llevar.
Históricamente, tanto en los problemas limítrofes como en las políticas internas y de trabajo, en los factores sociales y económicos, siempre hemos dejado que nos pongan el pie encima. Incluso celebramos a tipos como Mackena de CQC que tira un gatito de pocos días sobre su hombro como si fuese un peluche; o a una Paulina Nin que grita y grita porque quiere hablar más de una hora en un programa; o a un ministro que le dice a una pobre mujer que se limpie los dientes con hilo de coser.

¡Hasta cuándo chilenos! Que el afiche de la lucha contra el abuso no quede pegado por ahí sin que sintamos que de verdad tenemos que luchar por nuestros derechos y que nadie tiene porqué insultarnos porque se le dio la reverenda gana. ¡Abajo la prepotencia!

martes, septiembre 13, 2005

El mejor lugar para conocer gente

Cuando estaba el otro día en Providencia haciendo trámites, me dediqué a observar cómo la gente se trataba mutuamente al momento de interactuar en una compra, subirse a la micro o simplemente caminar: nadie ve a nadie. Ninguno de nosotros en esta gran ciudad parece tener el tiempo para querer conocer a otros o simplemente saludar al desconocido. A mí, sinceramente, me da hasta miedo saludar. Recuerdo que estuve viviendo en casa de mi cuñada unos tres meses, al cuidado de su pequeño hijo, en la espectacular ciudad de Valdivia. Algo que siempre me ha gustado de esa ciudad, además de su incalculable cultura y vida social, es que la gente, en su mayoría, aún saluda al desconocido en su caminar. Y es algo que uno aprende a hacer con el tiempo, se transforma en una costumbre, muy buena por lo demás. Cuando llegué de vuelta a Santiago (que se me hizo mucho más gris y enorme que antes) saludé en la calle a una señora, como ya se había vuelto mi costumbre. Pero para mi sorpresa sólo recibí un mohín displicente, casi un “qué se habrá creído este pendejo”, ante lo cual me quedé estupefacto. Y claro, a las pocas semanas volví a ser el mismo santiaguino frío que no saludaba a nadie en la calle; y sigo así hasta ahora.

El caso en cuestión es que estaba en Providencia y decidí cobrar mi seguro en un Servipag que está en el paseo debajo de Almacenes París, al llegar al metro. Cuando llegué vi que habrían unas 20 personas, por lo que me dije “ no será una espera larga”. Luego saqué el número y me sorprendí que era el 479. Pero mi mayor sorpresa fue cuando vi el número en la pantalla de atención... ¡el 286!. Como no tenía nada muy urgente que hacer, me puse a esperar como los que allí se encontraban. Por el cálculo que saqué en ese momento pasarían rápidamente los números porque no había suficiente gente en el local ni afuera. Al paso de unos 20 minutos, me di cuenta que la gente que estaba sentada en el paseo mismo, entre los kioskos, también esperaban atención. Eso sumaba el doble. Pero no me importó. Alguno debía retirarse por cansancio.

Comencé a conversar con una señora que estaba hacía 1 hora esperando y todavía le faltaban unos 60 números para ser atendida. Me contó que siempre pasaba lo mismo, que uno debería llegar a las 7:00 AM, igual que en los consultorios, para ser atendido. Se me ocurrió la idea, muy aplaudida por ella y un caballero más atrás, que había que sacar unos 100 números y luego venderos a 100 pesos cada uno. Así uno se haría de plata mientras esperaba ser atendido.

A los 40 minutos mis interlocutores habían dejado de ser interesantes, así que salí al pasillo. Cuando encendía mi décimo cigarro, se me acercó una señora y me entregó un número: el 438. No lo podía creer. Me dijo que debía irse, así que le agradecí y le entregué mi número anterior a otra señora, con la que conversamos unos 10 minutos más. Al rato llegó una joven de unos 23 años y me preguntó si la fila había avanzado rápido; miré el número de atención y era el 352. Al verlo la joven me explicó que era la 7ª vez que volvía y que tenía el 419. Conversamos un poco y nos reímos al ver la gente que llegaba a sacar número y se sorprendían de recibir el 540.

A la hora y cuarto me dirigí al pasillo más grande y me afirmé contra el vidrio donde la gente que esperaba atención aprovechaba de almorzar. Un hombre de unos 35 años se me acercó y empezó a reclamar por la lentitud de la atención. Era un mensajero que hacía los trámites de su empresa y me contaba que siempre le pasaba lo mismo. Recordé que había otro Servipag más rápido, en Tobalaba y se lo dije. Desgraciadamente para él, no podía alejarse porque estaba esperando a otra persona. Pensé en cambiar de sucursal, pero vi que el número ya iba en 400, por lo que la caminata y la espera en un nuevo local serían lo mismo.

Unas promotoras de Ripley se me acercaron a pedir fuego y conversaron con nosotros un rato; ellas esperaban hacía casi dos horas. Yo llevaba 1 hora y 30 y ya estaba exhausto. De pronto la joven del 419 dio un salto: su número había salido. Entonces me alegré: faltaba poco para mi turno. Me despedí del mensajero y volví a entrar al local. Calculé que faltarían unas 15 personas, lo que me dejaba a unos cuatro puestos de ser atendido. Pero a cada número nuevo llegaba un nuevo cliente. Me comencé a desesperar cuando la del 419 se demoraba demasiado y una vieja reclamaba porque no querían atender a su amiga, cuando las dos iban juntas. Un hombre se acercó al local y vio la pantalla. Con tristeza vio su número y lo arrugó: estaba pasado en 15 y había perdido su turno. Tuvo que sacar un nuevo número: el 643. Ni siquiera me daba risa ya, más bien pena.

Cuando el número llegó a 428, la joven del 419 salió de su ventanilla y se despidió de mí. La señora con la que hablé al llegar también fue atendida. Cuando llegó el 437 mis manos sudaban, sabía que este era mi momento y no quería perder el puesto. Pero un tipo de unos 40 años llegó con un maletín enorme y comenzó a entregar cheques y más cheques y letras impagas y un cuanto hay en la caja.

Cuando mis oídos se abombaban por escuchar por enésima vez a los enanitos verdes en el local de música contiguo, el indicador numérico sonó. Alcé mi vista y vi el 438. Al primer momento no reaccioné, pero cuando sonó el pito nuevamente y pasaron al 439, me apuré a llegar a la ventanilla. Orgulloso pasé mi carnet de identidad y el cajero comenzó a teclear para entregarme mi plata del seguro. Mi alegría se acabó cuando en forma seca y sin mirarme me dijo “Su plata todavía no está. El pago no ha salido”; me pasó el carnet y gritó “¡439!”. Y ahí me quedé. Salí rápidamente, sintiendo los ojos de las personas con las que había hablado, sintiendo su misericordia por mi poca suerte, porque aunque seguí el proceso regular, no conseguí nada. Ni siquiera pagar alguna cuenta, nada. La espera había sido en vano.

lunes, septiembre 05, 2005

El barro en los zapatos

Hace poco me tocó asistir al entierro de un tío. Es una situación algo difícil y que cuesta de enfrentar sobretodo por los problemas comunicaciones que tiene mi familia. Plantiémoslo así: mi familia está separada en sectores. Un sector se considera el “bueno” otro el “rechazado” y un último, entre los que me considero, los “indiferentes”. Y es que mi familia, como tantas otras, tiene peleas que duran años de años, entre hermanos, hijos y padres, primos y las parejas de éstos. Y como todos deben opinar sobre el resto, las divisiones se acentúan aún más y la cantidad de gente en cada bando aumenta con el tiempo. Incluso muchos de los más jóvenes no sabemos la real razón de estas divisiones irreconciliables.

El punto es que mi tío, el hermano menor de mi madre ya fallecida, dejó este mundo para reunirse con los que ya lo habían antecedido, dejando una estela de tristeza y desazón. Claro que a diferencia de mi madre que murió en forma accidental, mi tío sufría de cáncer, por lo que su enfermedad duró cuatro largos años antes de que sucumbiera. Es más, tanto duró su calvario que los hermanos que ya no se hablaban volvieron a hacerlo; claro que terminaron descubriendo que seguían igual de diferentes y separados que al principio.

A mi tío no lo conocí mucho. Su pelea con mi madre y una tía que se dedicó a agrandar más la herida, ocurrió cuando yo apenas tenía unos 5 años, por lo que grandes recuerdos de él no tenía. Mi encuentro de adulto se produjo justo cuando velábamos a mi madre. Y fue chocante. Fue verme a un espejo dentro de 30 años o más. Ambos hablábamos de forma parecida, nos veíamos casi como padre e hijo. Pero para mí seguía siendo un extraño.

Sólo en sus últimos meses de su vida (y por una sugerencia de mi hermano) volví a visitarlo. Hablamos largas horas, pero de nada realmente sustancioso. En esos momentos era muy difícil para él estar en pie y realmente estábamos haciendo casi una visita protocolar, donde comenzaba a reconocer a mi tío. Por eso en las semanas siguientes lo llamé para saber algo más de él, de su salud y contarle todas las cosas cotidianas que yo estaba viviendo. Claro que el tiempo se apresuró un poco en agravar su enfermedad y finalmente ésta le ganó.

Y fue así como el domingo me encontraba con un primo y mi hermano esperando la carroza a la entrada del cementerio. Comenzaron a llegar los pariente que no conocía, los "buenos", los "rechazados" y los "indiferentes" con los cuáles nunca tuve contacto. También un par de primos y tías cercanos, pero la mayoría eran desconocidos para mí. Vi la tristeza en los ojos de la familia que se congregaba y de los amigos que despedían a mi tío. Recibí los abrazos de personas que había visto en fotos, me encontraban parecido a otros, que el primo no sé cuanto, que el tío no se quién y el mar de gente que avanzaba por el cementerio detrás del ataúd se me hacía cada vez más extraño.

Al llegar a la fosa previamente excavada nos detuvimos. El pastor comenzó a decir sus plegarias y luego mi primo, el hijo de mi tío, comenzó a agradecer a esas personas que no tenían nada en común entre ellas excepto conocer a mi tío. Su voz quebrada me hizo recordar mi propia voz cuando hablé en el entierro de mi madre donde también hubo tantas personas que jamás supe quienes eran. Y cuando se quebró, me quebré yo. Y no por el tío, que ya estaba tranquilo; ni por su mujer o sus hijos que quedaban desamparados; ni por su comunidad que ya no lo tendría; ni por sus poemas jamás impresos; ni por nunca haberlo conocido del todo bien. Me quebré al mirar mis pies y el de todos los presente ese día y lloré al darme cuenta que lo único que teníamos en común ese centenar de personas junto al ataúd era el barro en los zapatos.

SCOWY

domingo, agosto 28, 2005

Chile, país de tributos

De tanto buscar panoramas donde parrandear, me hicieron una invitación para asistir a la fiesta aniversario de la House of Rock N’ Blues, un lugar que, para los adictos a la música como yo, no pasa desapercibido por la gran cantidad de tocatas que hay todos las semanas y que promocionan artistas y agrupaciones varias. El susodicho concierto se realizaría en la ex – Oz y tocarían 4 grupos que imitaban a U2, Deep Purple, Journey y Guns N’ Roses.
Cuando comenzaba a hacer los cálculos de mediado de mes en que los gustitos se pueden convertir en problemas de alimentación a final de mes, me puse a pensar en la fiesta como tal; la escencia de ver a los grupos “tributo” una institución en Chile, en la que hay varias agrupaciones que se dedican a imitar hasta los más mínimos detalles de la interpretación de un determinado grupo, como los Beatlemanía y los Sweet Roses. Y claro, son músicos tan buenos que logran interpretar las canciones con las mismas variantes, con los mismos errores incluso que los grupos originales cometieron en tal o cual presentación. Pero fue ahí cuando, al completar en mi mano las 5 lucas que costaba la entrada, decidí no comprarla. En cierto modo, estoy un poco harto de ver a los “igualitos a” en todos lados. Que la igualita a Madonna, el “Michael Jackson Chileno” o la “Shakira Chilena”. Me veo rodeado de sucedáneos de artistas que no veré en vivo seguramente en mucho tiempo y que realmente ni siquiera me interesa ver a alguien parecido a otro.

Y la pregunta asomó a mi mente como en tantas otras ocasiones: si hay en Chile tantos buenos músicos que imitan a otros... ¿porqué estos grupos no pueden surgir como originales? ¿es que acaso su calidad queda sólo en la imitación?

Recordé cuanto antaño quería formar mi grupo musical (ahora soy solista amateur) y comencé a buscar referentes para mi música; apareció Pearl Jam, Nirvana, los Guns y tantos otros, pero siempre tuve mi propio estilo. Cuando intenté hacerme un nombre todos me preguntaban si tocaba a un grupo en especial. Yo les decía que a Led Zeppelín ( me sabía dos canciones) y me dejaban tocar o cantar con el grupo del pub al cual asistía. Pero nunca me preguntaron o me dejaron tocar mis canciones, excepto una vez en Ñuñoa. Entonces comencé a ver que la única forma de hacerse conocido era tocando canciones de otros. Y creo que ahí está la base del problema: los que comienzan tocando esos grupos y se especializan terminan siendo un remedo de ellos y no pueden después salirse de la sombra del original.

Pero esto de la copia chilensis está llevado a todo ámbito. Cuando se habla de candidatos como Piñera se le dice “el Ross Perot chileno” por ser un multimillonario candidato. O a la Madariaga “la Margareth Tacher chilena”; Glup fueron los “Blur chilenos”. Y así la lista sigue y sigue.

Y es que parece que los chilenos consideramos que todo lo de afuera es superior. Nos olvidamos de Los Tres, Los Prisiones y La Ley; de la Mistral, Neruda y Bolaños; de Don Francisco, la Cuatro, Mandolino; de Bravo, Matta; de Caiozzi, Ruiz y Wood. Estos chilenos únicos e irrepetibles, que han generado un estilo, los han perfeccionado, han sido geniales y han vivido para contarlo, que han sido un referente internacional y que en nuestra propia patria no les tomamos el peso que tienen.

Porque como dice el dicho “nadie es profeta en su tierra”, pero en Chile cualquier extranjero puede llegar a ser Dios.

SCOWY

domingo, agosto 21, 2005

La Ley de la Puntita

Cada vez me parece más ridículo que en nuestro país se sigan violando los derechos del trabajador; hay leyes que permiten regular esta actividad mucho mejor que hace 20 años y no es posible que siempre el empresario se salga con la suya. Durante años trabajé en varios lugares donde se consideraba que el trabajo era casi un favor que se le otorgaba a uno y que debía una pleitesía única al empleador de turno y bajo la cual cualquier abuso era parte de la “camiseta puesta” que todos debíamos tener para con ellos. El trabajo hasta horas impensadas bajo las leyes, el trato inhumano y las condiciones de trabajo deplorables mientras ellos, los dueños de nuestras almas, disfrutaban de los beneficios sustanciosos de nuestro trabajo.

Así es como por trabajar 2 días y sus noches completos armando un evento o editando un video eran pagados con $8.000 que se suponían una “paga justa” sin derecho a viático ni alimentación, donde el trato era injusto y arbitrario a la hora de las responsabilidades y nadie nos protegía. El problema es que a la hora que mi sentimiento sindicalista reventaba y decía “denunciémoslos” o “no permitamos más esto” el resto se envalentonaba; pero al hablar cara a cara con el abusador, todos se desdecían y preferían agachar el moño para seguir con trabajo, porque “es mejor esto que nada”. Y he aquí la razón de los abusos reiterados: les permitimos creer que sin ellos no podemos vivir, que su dinero, escaso y pagado de mala forma, es lo único que nos mantiene con posibilidades de vivir en este mundo. Por razones obvias, siempre ganan. Por que la realidad es así; no hay forma de surgir si no se tiene los medios para ello. Y el truco es pensar siempre así, porque así se seguirán aprovechando de nosotros.

La sindicalización es mal mirada, una amenaza para el buen negocio. No es posible mirar un negocio como rentable si los trabajadores exigen jornadas justas y pago conveniente para los estándares de vida que tenemos. Y el empleado ve que no tiene por qué seguir trabajando arduo y por el bien de la empresa si los beneficios no llegan a él; entonces sacamos la vuelta, el trabajo es mediocre y la producción es muy mala. Y el círculo vicioso se repite una y otra vez, y los trabajos temporales no ayudan mucho a esta situación. Cada trabajo temporal es un trabajo sin imposiciones, sin un contrato que vele por nuestros derechos como empleados y sin ningún amparo ante la ley.

Hace unos años escuché la teoría que usaron los canadienses, seres iguales a nosotros con orejas y ojos y que piensan en forma bastante parecida a nosotros., para salir de la crisis económica y social en que estaban. Lo que hicieron fue subir los salarios de los empleados. Claro, aunque suene estúpido a ojos del negociante, al subir el salario el empleado tiene mayor poder adquisitivo, sus prioridades cambian y comienza a gastar en más cosas que antes. Por ende, el comercio surge, porque hay más venta. Y para suplir las nuevas compras tienen que recibir más suministros, por lo que las fábricas y empresas que los abastecen también surgen y el mismo empleador que subió el sueldo ahora gana más que antes. Todos son felices porque todos mejoran su vida.

Aquí en Chile se trajo a varios especialistas en el tema, muchos de los cuales participaron en este proyecto en Canadá. Pero Chile es distinto. Aquí el empresario usa la “Ley de la Puntita” esa que dice que mientras yo gane, el resto se pudra, mientras más meto la puntita, mejor, porque así siempre me salvo yo. Y por eso vemos casos como los de los inventarios a medianoche en los supermercados, los miles de trabajadores part-time sin imposiciones y la miseria en que todos nos estamos sumergiendo. Pero claro, los índices de crecimiento del país son mejores que nunca, las empresas crecen y la economía permite que el gobierno pueda decir que el país está a un paso del primer mundo... Pero nosotros no vemos esto. No podemos disfrutar de ninguno de esos pesos, porque nunca llegan a nuestros bolsillos, entrampados en inversiones futuras, coimas y sobresueldos, en mejorar las industrias, pero no a sus trabajadores. Y eso nos sume en una crisis que nos va dejando mal como sociedad.

Y no quiero vaticinar una catástrofe social, pero si las cosas continúan así, vendrá una revolución social como nunca antes, y ya no será como la revolución popular de la UP donde eran los pobres contra los ricos. Serán los intelectuales, los profesionales sin empleo, los trabajadores sin imposiciones, los profesores olvidados, los hospitales sin suministros y el pueblo, si, el mismo pueblo de hace treinta años, pero que ahora sabe leer.

Así que les pido, compatriotas, luchar para abolir esta “Ley de la Puntita” y todo lo que ella conlleva, para que todos tengamos oportunidad de vivir mejor.

Scowy

La Guerra a los Vegetales

Hace un tiempo atrás estuve revisando los problemas que aparecían normalmente en televisión, las guerras por territorios, las peleas varias, uno que otro fraude, la segregación racial, sexual y clasista y me sentí un poco deprimido, porque caí en la cuenta de que el sistema seguirá así porque así viene de hace mucho.
Luego de escudriñar en mi cabeza y descubrir que cada vez tengo menos pelo, me puse a pensar en que si no se puede cambiar el sistema, por lo menos debemos ser capaces de definir al causante de todos los males que nuestro modelo capitalista y de libre mercado nos ha provocado. Fue entonces cuando viendo un documental en un canal de cable descubrí a los causantes de este mal que nos corroe: los vegetales.

¿Por qué? Por la razón histórica y cultural. Sucede que hace siglos de siglos, en el paleolítico, las tribus nómades de humanos primitivos vivían de la caza y se movían según encontraban nuevas presas que cazar. Como también existían animales que los querían cazar, ni tontos, se agruparon y formaron comunidades nómades donde todos cazaban y vivían por todos. Las mujeres eran parte igualitaria de esta sociedad, al igual que tenían dos deidades que funcionaban como partes iguales de un todo: el sol (hombre, fulgor constante, presencia alimentadora y cálida, pero nunca confiable) y la luna (mujer, fría, bella y protectora de los sueños y la tribu, fecunda y base de la nueva generación).

Buena parte de lo que teníamos en esa época como sociedad era la capacidad de compartir todo y generar un crecimiento social igualitario, casi un “comunismo carnívoro”. Pero durante el neolítico, la nueva etapa de la piedra tallada, donde el hombre se hizo más capaz y logró monumentos como Stonehenge, comenzaron a escasear las presas, muchas migraron o simplemente se extinguieron porque el hombre aún no concebía que era posible criarlos para comerlos. Por obvias razones a falta de carne algo hay que comer. Aparecieron los vegetales, estos engendros de capa celular dura, que nunca habían sido considerados como elementos propios de la dieta alimenticia. Y fueron necesarios para que las tribus no se extinguieran. Entonces el hombre debió aprender a cultivar la tierra, depender del sol y pasó a ser lo más importante. El sol era el que daba la cosecha, el sol hacía lo importante, por lo que la luna y la mujer pasaron a formar un segundo grupo de menor importancia, tanto en las creencias de la tribu como en la vida social.
También con el concepto de siembra, vino el concepto de la “propiedad privada”, la tierra que “yo” planto es “mía”. Así tambien vino la envidia, las peleas por tierras, que generaron batallas y guerras como las conocemos hasta ahora. El depender de las siembras también generó hambrunas en los años secos o cuando las cosechas se perdían por las lluvias inesperadas. Y como llegaron los animales domésticos y el hombre perdió su lado más salvaje, comenzó a enfermar. Muchos de los anticuerpos de nuestra especie dependían, y aún lo hacen, de la dieta, por lo que la falta de carne produjo una baja en los anticuerpos y nos volvimos la raza debilucha que ahora somos.

Pero aún más: fíjense en la cantidad de cosas que nos hacen mal que hacemos: tomamos, fumamos, nos drogamos, etc. Creo que eso es porque nos falta y nos seguirá faltando esa adrenalina que la carne les daba a los humanos primitivos y en cierto modo la tratamos de suplir de alguna forma. Sino, sabiendo que nos hace mal, ¿por qué seguimos haciéndolo?

Luego de esto sólo me queda hacer una cosa: declarar la guerra a todos los vegetales, causantes de guerra, hambruna, segregación sexual y cuantos otros males.

Así que ¡muerte a los vegetales! (excepto claro unas papitas mayo y una ensalada a la chilena en un buen asado...)

Scowy

Los Snacks del Ayer

No creo que sea posible lo que pasa hoy. Hasta hace unos momentos tuve el irrefrenable instinto de comprarme algo a la salida del trabajo, específicamente algo para comer. Como era de esperarse me dirigí al kiosko de turno en busca de lo que sería mi merienda de hoy. Pero el problema es que no encontré lo que buscaba. Entre tanto producto nuevo, todo derivado de una masa café que asemeja vagamente a un chocolate a lo que se le adosa cualquier otro elemento que invite a investigar que mierda se está comiendo uno.
Fue entonces cuando me vino el recuerdo y las añoranzas de cuando el kiosko era un kiosko de verdad, no un bazar donde hay de todo menos “snacks”. Snack... interesante palabra... creo que para mi niñez correspondería la denominación “colación” o porqué no, el conocido “cocaví” (o lo que caiga en el recreo).
En esos momentos era lo mejor del mundo comprar en el kiosko. Claro, porque uno iba y si tenía suerte, encontraba productos nuevos. Lo mismo en los negocios del barrio. Era genial, por ejemplo, en los almuerzos familiares de domingo tomar una Brama Guaraná en sus botellas medias marcianas. O para los más niños disfrutar de una Dr. Nobis. Para mi hermano, que era mayor, todo un lolo, era mucho más atrayente tomarse una cocacola desechable de esas gorditas de vidrio o una Tab o por qué no comprar una coca de 2 litros que tenía el envase con el poto negro. Pero claro que esas eran las bebidas más consumidas. No olvidemos que alguna vez fue novedad la Limón Soda, la Kem Piña o la Mirinda.

En el recreo era otra cosa. No podían faltar las papitas fritas Ideal (una pregunta: ¿alguien sabe por qué eran verdes? ¿con qué tipo de papa mutante se hacían?), un Kapo de piña (con sabor a piña) y por supuesto el infaltable super 8, doblón o por qué no la mayor atracción para los niños de mi generación: las ramitas CENA. ¡¡¡¡Siiiiii!!!!! Cena era la marca que lograba calmar nuestras ansias de frituras. Y no eran las ramitas Cena como todas las ramas que hay hoy, que son de queso (espolvoreado) o saladas. No, ellos tenían una variedad que también incluía Jamón y Picante (ambas, las más exquisitas que pudieron existir alguna vez). Por supuesto, su queríamos algo más dulce estaban las Rayitas, los porotitos de dulces y esos arroces que venían en unas bolsas de plástico rosadas. Con el tiempo supe que las bolsas no eran rosadas, sino que los arroces estaban pintados de ese color y se traspasaba a la bolsa (alimenticio, ¿no?) También era exquisito el comerse unos gatolates o traga-traga tomando una Free, que por qué no decirlo, era la versión chilena de la Coca-cola o la Pepsi. Claro que nunca se declaró una “Guerra de las Colas” entre la Free y las marcas
Transnacionales. Claro que la competencia con la Pepsi no duró demasiado, ya que su slogan “tome Pepsi y deje que el sabor DECIDA” se interpretó como “de-SIDA” por lo que la gente no quiso tomarla más porque “daba SIDA” (si seremos hueones...)
Los chirricos de queso y los filitos de papa (filitos...¡uy que nervios!) eran infaltables a la hora de las convivencias, así como los suflés dulces y los de maní. Recuerdo que cuando en los paseos un compañero se quedaba dormido, era típico ponerle filitos en todos los orificios posibles (lo que producía ahogos momentáneos).
Si alguien piensa que Chéster es algo rico, debería pensar en los originales los FONZIES, una masita con queso que dejaba nuestras bocas, manos, bolsillos, camisas y todo lo que tocábamos con un agradable color naranjo. Los elementos de uso diario como los Inkat, que eran tan baratos, tan sin gracia, pero tan, tan, tan adictivos o los Ricolates, a su módico precio de $30 c/u y que luego de un año se devaluaron a 10 x $100. También las sustancias, helados calientes (o de invierno) las guagüitas, con ese polvito indefinido que nunca permitió develar un oscuro enigma: ¿eran guaguas o momias?. Las malvas con esa consistencia que era entre dura y blanda, entre seca y más seca, chiclosa como ella sola. Las cocadas eran algo que siempre compraba con el vuelto del pan. No importaba cual fuera su origen, siempre eran tan ricas... O comer en el recreo un Natur (sano y liviano...¡vamos al grano!) de arroz o de maíz. Incluso hacíamos competencias para ver quien lograba tragar más Natur de una vez o los lanzábamos al aire para tragarlos en pleno vuelo... no faltaron los que quedaron con Natur en los ojos.

El yogurt era de otra forma. Soprole tenía todos sus yogurt con una consistencia casi como un flan. Nestlé era aguado (como siempre) y existía el fabuloso yogurt DANON, que era tan rico que a las niñas se les subían las trenzas. También figuraban los ULA y los Yely

Los helados de antes eran de tres marcas: Savory, Bresler y Chamonix. Estos dos últimos no salvaban a nadie, pero tenían dos instituciones nacionales: el Fredo y el Crazy (si, Savory lo compró después). Por su parte también existían helados como el láser, el centella, stereo, danky muac, nifty, los vasitos de helado, Pipo el mirón, el tirabuzón, el cremino (no se si alguien lo compró alguna vez), etc.

Por último estaba la sección NO-alimenticia, constituída por cualquier cosa que se masticara por largo rato. Aquí pululaban los Candy, los koyak, los Bowling (koyak inmensos) y los plop! (con chicle y normal). También habían unos candy que eran unos cubos gigantes y que lo único que recuerdo es que cuando los comíamos babeábamos a rabiar, incluso no pudíamos cerrar la boca. En los chicles, los Bubblis, Fresen Up y la primera versión de Grosso.

Los jugos Ambrosoli (malos desde siempre) tenían unos competidores muy grandes: Sip-Sup, Flavor Aid y Yupi.

Claro que no podemos olvidar los chocolates de calaf que estaban rellenos de malvavisco y tenían una cubierta de papel metálico.

Realmente, las nuevas generaciones se han perdido de las gracias de comprar con 10 pesos.


Scowy

Las Micros


Las micros son y seguirán siendo objeto de discusión. Que si el cobrador automático o si es necesario que los empresarios tengan el control, que deberían ser extranjeros, quien sabe.
Es tan difícil diferenciarlas ahora, con sus cuerpos amarillos, sus lomos blancos y sus tan uniformados 3 números que adornan su costado. Todas iguales, todas la misma y sin gracia.

Recuerdo que cuando chico era un show salir a la calle, casi un desfile de carros alegóricos. Múltiples colores (dependiendo del dueño) adornaban los distintos recorridos. Cuando uno tenía que tomar micro, se paraba en cualquier parte donde hubiese posibilidad que la micro pasara. No había necesidad de un paradero establecido. Era tan fácil como decir “me voy en una Yarur-Sumar” o en una “Macul Palmilla”. Uno sabía que eran verdes o que habían rojas, azules, blancas, moradas amarillas, etc. Claro que de repente habían confusiones, como por ejemplo entre la Yarur-Sumar, la Einstein-Sta. Rosa y la Colon-El Llano eran casi iguales, por lo que uno podía terminar en tres partes distintas (y distantes) de Santiago.

Era típico que cuando uno se subía a la micro (las liebres) la puerta de subida-bajada que estaba adelante (ya que sólo tenían una puerta y una de escape al fondo) era abierta sutilmente por el chofer a través de una manilla de metal con un brazo que se encogía con un peculiar y molesto chirrido. Uno pagaba su pasaje (60 pesos adulto y 15 pesos el escolar) directamente al chofer, quien recibía la paga en una caja especial para monedas revestida con algo parecido a un cotelé gastado. Luego, tomaba la manilla de la caja de cambios (con un tremendo cangrejo incluido) y con un gran crujido de metales, se ponía en marcha. Recuerdo que las ventanas se abrían de arriba hacia abajo (cuando habían) y siempre decían “capacidad: 21 asientos” y el famoso “no fumar” o “no devuelva su boleto, está cometiendo un delito”. Las rayaduras de los asientos sólo apuntaban a un objetivo: JJCC o muerte a Pin8, etc etc. Claro que también llamaban la atención esos autoadhesivos de “sin aceite no” (con una tuerca con piernas de mina y un tornillo con piernas de hombre) o “haciendo tocineta” (con los chanchos en la mejor pose) o esos del Jesús de los 80, como medio en café con rojo y una ostia en la mano (estaba en casi todas las casas). O el famoso “papito no corras” o “Dios es mi copiloto”. Esas micros eran incómodas, pero especiales. No había como no saltar en esos cacharros, y como las calles no eran muy buenas, doble salto. O triple si estaban echando carrera con los de adelante.
Era cosa de suerte encontrar entre tanta “Tropezón” “Carrascal Santa Julia” “Pedro de Valdivia Blanqueado” “Bilbao lo Franco” “Intercomunal” “Pila Cementerio” o “Pila Ñuñoa” una micro distinta, grande, con tres puertas llamada “Las Flores”; eran algo así como las minas ricas de las micros de antaño. Lo bueno era que, a pesar de ser tantas y tantas micros de distintos nombres y colores, para no perderse, habían sub recorridos. Era típico ver que habían Intercomunal 8A, 8B, 8C, 8D, 8E y hasta 8F. Habían tantas y tan distintos recorridos que era fácil perderse.

Pero luego con el tiempo vinieron las reformas de tránsito y ya no era tan entretenido. Claro, porque ahora todo era amarillo y blanco, con sólo números y unos recorridos que en la puta vida uno se atrevería haber pensado. Pero luego de 10 años del sistema amarillo, puedo constatar que sólo han cambiado por fuera. Sí, porque en el fondo nuestros empresarios y choferes han querido mantener ciertos aspectos de nuestra tradición micrística y nos brindan día a día ciertos fugaces recuerdos:

· Los sapos de las micros, con su inentendible “¡2 con 8 en la 37!” y la mano estirada para recibir la moneda
· Los vendedores de TODO lo que uno pueda imaginar, desde un lápiz hasta la colección completa de Sailor Moon para colorear o un juego de Chequeras, radio o personal, etc.
· Los asientos rayados con “Manuel y Juany” o “GB” o “LDA” y cantidad de recuerdos de partidos pasados.
· El salvador helado a cualquier hora
· El asiento que nadie quiere usar, que uno de pillo se va a sentar como diciendo “me los cagué a todos, ji,ji” y se da cuenta que: a) está vomitado; b) un niño dejó un helado en el suelo y es imposible despegar los pies para bajarse; c) el asiento está suelto y uno pasa pa’ abajo; d) hay alguien durmiendo debajo; e) no hay asiento; f) no hay piso y está disimulado por una goma.
· El fierro amarrado con alambre para que parezca confiable.
· La rica sensación veraniega del “despegado de espalda” cuando te vas a bajar, dejando marcada tu espalda en el asiento.
· Las benditas ventanas que, irónicamente, uno no puede abrir en verano ni cerrar en invierno.
· Los mil y un pegotines, colgantes, peluches, fotos, luces de colores, parlantes, luces intermitentes y quien sabe qué más que aparece en la cabina del conductor.
· La amable sonrisa del chofer al ver a un escolar. (si es un grupo, llega a carcajada)
· El suelo “limpio” con parafina, la que uno no percibe en un principio, pero que después de resbalarse todo el camino al siento y dejar la mochila en el suelo, nos deja marcado el pantalón para el resto del día con ese agradable aroma.
· Las instrucciones de “rompa el vidrio con el martillo” cuando no hay ningún martillo.
· El vidrio flexible, creado por nuestros choferes a base de bolsas plásticas como un sucedáneo del vidrio normal.
· El amigo del chofer, ese hombre sin cara, que sólo muestra su trasero al sentarse en la parte donde uno paga.
· La mina del chofer, la que asegura una pronta llegada a nuestro destino.
· El hijo del chofer, ese pequeño demonio que recibe la plata y se le cae al suelo y no te da el boleto y grita todo el camino para que el papá lo pesque.
· El timbre del pilar que no funciona, pero que tiene al lado un cordel que llega hasta el chofer y toca un timbre “de luz y sonido”
· El letrero de “baje por atrás” y cuando uno llega a la puerta de atrás dice “puerta mala”.
· El letrero de “la radio puede funcionar si ningún pasajero se niega”, pero igual uno se tiene que aguantar la radio a todo chancho. (y anda a reclamar)
· La micro en sí.


Es verdad que nuestro sistema de locomoción colectiva es algo bastante avanzado últimamente. Pero siempre hay que recordar que aspectos como estos lo han hecho especial, único y tan querido para nosotros los que aún no tenemos auto. Y es que, mal que mal, ¿qué haríamos sin las micros?

Scowy