Cuando estaba el otro día en Providencia haciendo trámites, me dediqué a observar cómo la gente se trataba mutuamente al momento de interactuar en una compra, subirse a la micro o simplemente caminar: nadie ve a nadie. Ninguno de nosotros en esta gran ciudad parece tener el tiempo para querer conocer a otros o simplemente saludar al desconocido. A mí, sinceramente, me da hasta miedo saludar. Recuerdo que estuve viviendo en casa de mi cuñada unos tres meses, al cuidado de su pequeño hijo, en la espectacular ciudad de Valdivia. Algo que siempre me ha gustado de esa ciudad, además de su incalculable cultura y vida social, es que la gente, en su mayoría, aún saluda al desconocido en su caminar. Y es algo que uno aprende a hacer con el tiempo, se transforma en una costumbre, muy buena por lo demás. Cuando llegué de vuelta a Santiago (que se me hizo mucho más gris y enorme que antes) saludé en la calle a una señora, como ya se había vuelto mi costumbre. Pero para mi sorpresa sólo recibí un mohín displicente, casi un “qué se habrá creído este pendejo”, ante lo cual me quedé estupefacto. Y claro, a las pocas semanas volví a ser el mismo santiaguino frío que no saludaba a nadie en la calle; y sigo así hasta ahora.
El caso en cuestión es que estaba en Providencia y decidí cobrar mi seguro en un Servipag que está en el paseo debajo de Almacenes París, al llegar al metro. Cuando llegué vi que habrían unas 20 personas, por lo que me dije “ no será una espera larga”. Luego saqué el número y me sorprendí que era el 479. Pero mi mayor sorpresa fue cuando vi el número en la pantalla de atención... ¡el 286!. Como no tenía nada muy urgente que hacer, me puse a esperar como los que allí se encontraban. Por el cálculo que saqué en ese momento pasarían rápidamente los números porque no había suficiente gente en el local ni afuera. Al paso de unos 20 minutos, me di cuenta que la gente que estaba sentada en el paseo mismo, entre los kioskos, también esperaban atención. Eso sumaba el doble. Pero no me importó. Alguno debía retirarse por cansancio.
Comencé a conversar con una señora que estaba hacía 1 hora esperando y todavía le faltaban unos 60 números para ser atendida. Me contó que siempre pasaba lo mismo, que uno debería llegar a las 7:00 AM, igual que en los consultorios, para ser atendido. Se me ocurrió la idea, muy aplaudida por ella y un caballero más atrás, que había que sacar unos 100 números y luego venderos a 100 pesos cada uno. Así uno se haría de plata mientras esperaba ser atendido.
A los 40 minutos mis interlocutores habían dejado de ser interesantes, así que salí al pasillo. Cuando encendía mi décimo cigarro, se me acercó una señora y me entregó un número: el 438. No lo podía creer. Me dijo que debía irse, así que le agradecí y le entregué mi número anterior a otra señora, con la que conversamos unos 10 minutos más. Al rato llegó una joven de unos 23 años y me preguntó si la fila había avanzado rápido; miré el número de atención y era el 352. Al verlo la joven me explicó que era la 7ª vez que volvía y que tenía el 419. Conversamos un poco y nos reímos al ver la gente que llegaba a sacar número y se sorprendían de recibir el 540.
A la hora y cuarto me dirigí al pasillo más grande y me afirmé contra el vidrio donde la gente que esperaba atención aprovechaba de almorzar. Un hombre de unos 35 años se me acercó y empezó a reclamar por la lentitud de la atención. Era un mensajero que hacía los trámites de su empresa y me contaba que siempre le pasaba lo mismo. Recordé que había otro Servipag más rápido, en Tobalaba y se lo dije. Desgraciadamente para él, no podía alejarse porque estaba esperando a otra persona. Pensé en cambiar de sucursal, pero vi que el número ya iba en 400, por lo que la caminata y la espera en un nuevo local serían lo mismo.
Unas promotoras de Ripley se me acercaron a pedir fuego y conversaron con nosotros un rato; ellas esperaban hacía casi dos horas. Yo llevaba 1 hora y 30 y ya estaba exhausto. De pronto la joven del 419 dio un salto: su número había salido. Entonces me alegré: faltaba poco para mi turno. Me despedí del mensajero y volví a entrar al local. Calculé que faltarían unas 15 personas, lo que me dejaba a unos cuatro puestos de ser atendido. Pero a cada número nuevo llegaba un nuevo cliente. Me comencé a desesperar cuando la del 419 se demoraba demasiado y una vieja reclamaba porque no querían atender a su amiga, cuando las dos iban juntas. Un hombre se acercó al local y vio la pantalla. Con tristeza vio su número y lo arrugó: estaba pasado en 15 y había perdido su turno. Tuvo que sacar un nuevo número: el 643. Ni siquiera me daba risa ya, más bien pena.
Cuando el número llegó a 428, la joven del 419 salió de su ventanilla y se despidió de mí. La señora con la que hablé al llegar también fue atendida. Cuando llegó el 437 mis manos sudaban, sabía que este era mi momento y no quería perder el puesto. Pero un tipo de unos 40 años llegó con un maletín enorme y comenzó a entregar cheques y más cheques y letras impagas y un cuanto hay en la caja.
Cuando mis oídos se abombaban por escuchar por enésima vez a los enanitos verdes en el local de música contiguo, el indicador numérico sonó. Alcé mi vista y vi el 438. Al primer momento no reaccioné, pero cuando sonó el pito nuevamente y pasaron al 439, me apuré a llegar a la ventanilla. Orgulloso pasé mi carnet de identidad y el cajero comenzó a teclear para entregarme mi plata del seguro. Mi alegría se acabó cuando en forma seca y sin mirarme me dijo “Su plata todavía no está. El pago no ha salido”; me pasó el carnet y gritó “¡439!”. Y ahí me quedé. Salí rápidamente, sintiendo los ojos de las personas con las que había hablado, sintiendo su misericordia por mi poca suerte, porque aunque seguí el proceso regular, no conseguí nada. Ni siquiera pagar alguna cuenta, nada. La espera había sido en vano.
2 comentarios:
¡Excelente! Me sentí absolutamente identificada.
Moraleja: Jamas vayas al servipag del metro Los Leones, mis esperas más largas y odiosas han sido ahí.
Grande Scowy
Hay que verle el lado bueno, al menos conociste más gente de la que comunmente uno conoce en un mes...
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