domingo, agosto 28, 2005

Chile, país de tributos

De tanto buscar panoramas donde parrandear, me hicieron una invitación para asistir a la fiesta aniversario de la House of Rock N’ Blues, un lugar que, para los adictos a la música como yo, no pasa desapercibido por la gran cantidad de tocatas que hay todos las semanas y que promocionan artistas y agrupaciones varias. El susodicho concierto se realizaría en la ex – Oz y tocarían 4 grupos que imitaban a U2, Deep Purple, Journey y Guns N’ Roses.
Cuando comenzaba a hacer los cálculos de mediado de mes en que los gustitos se pueden convertir en problemas de alimentación a final de mes, me puse a pensar en la fiesta como tal; la escencia de ver a los grupos “tributo” una institución en Chile, en la que hay varias agrupaciones que se dedican a imitar hasta los más mínimos detalles de la interpretación de un determinado grupo, como los Beatlemanía y los Sweet Roses. Y claro, son músicos tan buenos que logran interpretar las canciones con las mismas variantes, con los mismos errores incluso que los grupos originales cometieron en tal o cual presentación. Pero fue ahí cuando, al completar en mi mano las 5 lucas que costaba la entrada, decidí no comprarla. En cierto modo, estoy un poco harto de ver a los “igualitos a” en todos lados. Que la igualita a Madonna, el “Michael Jackson Chileno” o la “Shakira Chilena”. Me veo rodeado de sucedáneos de artistas que no veré en vivo seguramente en mucho tiempo y que realmente ni siquiera me interesa ver a alguien parecido a otro.

Y la pregunta asomó a mi mente como en tantas otras ocasiones: si hay en Chile tantos buenos músicos que imitan a otros... ¿porqué estos grupos no pueden surgir como originales? ¿es que acaso su calidad queda sólo en la imitación?

Recordé cuanto antaño quería formar mi grupo musical (ahora soy solista amateur) y comencé a buscar referentes para mi música; apareció Pearl Jam, Nirvana, los Guns y tantos otros, pero siempre tuve mi propio estilo. Cuando intenté hacerme un nombre todos me preguntaban si tocaba a un grupo en especial. Yo les decía que a Led Zeppelín ( me sabía dos canciones) y me dejaban tocar o cantar con el grupo del pub al cual asistía. Pero nunca me preguntaron o me dejaron tocar mis canciones, excepto una vez en Ñuñoa. Entonces comencé a ver que la única forma de hacerse conocido era tocando canciones de otros. Y creo que ahí está la base del problema: los que comienzan tocando esos grupos y se especializan terminan siendo un remedo de ellos y no pueden después salirse de la sombra del original.

Pero esto de la copia chilensis está llevado a todo ámbito. Cuando se habla de candidatos como Piñera se le dice “el Ross Perot chileno” por ser un multimillonario candidato. O a la Madariaga “la Margareth Tacher chilena”; Glup fueron los “Blur chilenos”. Y así la lista sigue y sigue.

Y es que parece que los chilenos consideramos que todo lo de afuera es superior. Nos olvidamos de Los Tres, Los Prisiones y La Ley; de la Mistral, Neruda y Bolaños; de Don Francisco, la Cuatro, Mandolino; de Bravo, Matta; de Caiozzi, Ruiz y Wood. Estos chilenos únicos e irrepetibles, que han generado un estilo, los han perfeccionado, han sido geniales y han vivido para contarlo, que han sido un referente internacional y que en nuestra propia patria no les tomamos el peso que tienen.

Porque como dice el dicho “nadie es profeta en su tierra”, pero en Chile cualquier extranjero puede llegar a ser Dios.

SCOWY

domingo, agosto 21, 2005

La Ley de la Puntita

Cada vez me parece más ridículo que en nuestro país se sigan violando los derechos del trabajador; hay leyes que permiten regular esta actividad mucho mejor que hace 20 años y no es posible que siempre el empresario se salga con la suya. Durante años trabajé en varios lugares donde se consideraba que el trabajo era casi un favor que se le otorgaba a uno y que debía una pleitesía única al empleador de turno y bajo la cual cualquier abuso era parte de la “camiseta puesta” que todos debíamos tener para con ellos. El trabajo hasta horas impensadas bajo las leyes, el trato inhumano y las condiciones de trabajo deplorables mientras ellos, los dueños de nuestras almas, disfrutaban de los beneficios sustanciosos de nuestro trabajo.

Así es como por trabajar 2 días y sus noches completos armando un evento o editando un video eran pagados con $8.000 que se suponían una “paga justa” sin derecho a viático ni alimentación, donde el trato era injusto y arbitrario a la hora de las responsabilidades y nadie nos protegía. El problema es que a la hora que mi sentimiento sindicalista reventaba y decía “denunciémoslos” o “no permitamos más esto” el resto se envalentonaba; pero al hablar cara a cara con el abusador, todos se desdecían y preferían agachar el moño para seguir con trabajo, porque “es mejor esto que nada”. Y he aquí la razón de los abusos reiterados: les permitimos creer que sin ellos no podemos vivir, que su dinero, escaso y pagado de mala forma, es lo único que nos mantiene con posibilidades de vivir en este mundo. Por razones obvias, siempre ganan. Por que la realidad es así; no hay forma de surgir si no se tiene los medios para ello. Y el truco es pensar siempre así, porque así se seguirán aprovechando de nosotros.

La sindicalización es mal mirada, una amenaza para el buen negocio. No es posible mirar un negocio como rentable si los trabajadores exigen jornadas justas y pago conveniente para los estándares de vida que tenemos. Y el empleado ve que no tiene por qué seguir trabajando arduo y por el bien de la empresa si los beneficios no llegan a él; entonces sacamos la vuelta, el trabajo es mediocre y la producción es muy mala. Y el círculo vicioso se repite una y otra vez, y los trabajos temporales no ayudan mucho a esta situación. Cada trabajo temporal es un trabajo sin imposiciones, sin un contrato que vele por nuestros derechos como empleados y sin ningún amparo ante la ley.

Hace unos años escuché la teoría que usaron los canadienses, seres iguales a nosotros con orejas y ojos y que piensan en forma bastante parecida a nosotros., para salir de la crisis económica y social en que estaban. Lo que hicieron fue subir los salarios de los empleados. Claro, aunque suene estúpido a ojos del negociante, al subir el salario el empleado tiene mayor poder adquisitivo, sus prioridades cambian y comienza a gastar en más cosas que antes. Por ende, el comercio surge, porque hay más venta. Y para suplir las nuevas compras tienen que recibir más suministros, por lo que las fábricas y empresas que los abastecen también surgen y el mismo empleador que subió el sueldo ahora gana más que antes. Todos son felices porque todos mejoran su vida.

Aquí en Chile se trajo a varios especialistas en el tema, muchos de los cuales participaron en este proyecto en Canadá. Pero Chile es distinto. Aquí el empresario usa la “Ley de la Puntita” esa que dice que mientras yo gane, el resto se pudra, mientras más meto la puntita, mejor, porque así siempre me salvo yo. Y por eso vemos casos como los de los inventarios a medianoche en los supermercados, los miles de trabajadores part-time sin imposiciones y la miseria en que todos nos estamos sumergiendo. Pero claro, los índices de crecimiento del país son mejores que nunca, las empresas crecen y la economía permite que el gobierno pueda decir que el país está a un paso del primer mundo... Pero nosotros no vemos esto. No podemos disfrutar de ninguno de esos pesos, porque nunca llegan a nuestros bolsillos, entrampados en inversiones futuras, coimas y sobresueldos, en mejorar las industrias, pero no a sus trabajadores. Y eso nos sume en una crisis que nos va dejando mal como sociedad.

Y no quiero vaticinar una catástrofe social, pero si las cosas continúan así, vendrá una revolución social como nunca antes, y ya no será como la revolución popular de la UP donde eran los pobres contra los ricos. Serán los intelectuales, los profesionales sin empleo, los trabajadores sin imposiciones, los profesores olvidados, los hospitales sin suministros y el pueblo, si, el mismo pueblo de hace treinta años, pero que ahora sabe leer.

Así que les pido, compatriotas, luchar para abolir esta “Ley de la Puntita” y todo lo que ella conlleva, para que todos tengamos oportunidad de vivir mejor.

Scowy

La Guerra a los Vegetales

Hace un tiempo atrás estuve revisando los problemas que aparecían normalmente en televisión, las guerras por territorios, las peleas varias, uno que otro fraude, la segregación racial, sexual y clasista y me sentí un poco deprimido, porque caí en la cuenta de que el sistema seguirá así porque así viene de hace mucho.
Luego de escudriñar en mi cabeza y descubrir que cada vez tengo menos pelo, me puse a pensar en que si no se puede cambiar el sistema, por lo menos debemos ser capaces de definir al causante de todos los males que nuestro modelo capitalista y de libre mercado nos ha provocado. Fue entonces cuando viendo un documental en un canal de cable descubrí a los causantes de este mal que nos corroe: los vegetales.

¿Por qué? Por la razón histórica y cultural. Sucede que hace siglos de siglos, en el paleolítico, las tribus nómades de humanos primitivos vivían de la caza y se movían según encontraban nuevas presas que cazar. Como también existían animales que los querían cazar, ni tontos, se agruparon y formaron comunidades nómades donde todos cazaban y vivían por todos. Las mujeres eran parte igualitaria de esta sociedad, al igual que tenían dos deidades que funcionaban como partes iguales de un todo: el sol (hombre, fulgor constante, presencia alimentadora y cálida, pero nunca confiable) y la luna (mujer, fría, bella y protectora de los sueños y la tribu, fecunda y base de la nueva generación).

Buena parte de lo que teníamos en esa época como sociedad era la capacidad de compartir todo y generar un crecimiento social igualitario, casi un “comunismo carnívoro”. Pero durante el neolítico, la nueva etapa de la piedra tallada, donde el hombre se hizo más capaz y logró monumentos como Stonehenge, comenzaron a escasear las presas, muchas migraron o simplemente se extinguieron porque el hombre aún no concebía que era posible criarlos para comerlos. Por obvias razones a falta de carne algo hay que comer. Aparecieron los vegetales, estos engendros de capa celular dura, que nunca habían sido considerados como elementos propios de la dieta alimenticia. Y fueron necesarios para que las tribus no se extinguieran. Entonces el hombre debió aprender a cultivar la tierra, depender del sol y pasó a ser lo más importante. El sol era el que daba la cosecha, el sol hacía lo importante, por lo que la luna y la mujer pasaron a formar un segundo grupo de menor importancia, tanto en las creencias de la tribu como en la vida social.
También con el concepto de siembra, vino el concepto de la “propiedad privada”, la tierra que “yo” planto es “mía”. Así tambien vino la envidia, las peleas por tierras, que generaron batallas y guerras como las conocemos hasta ahora. El depender de las siembras también generó hambrunas en los años secos o cuando las cosechas se perdían por las lluvias inesperadas. Y como llegaron los animales domésticos y el hombre perdió su lado más salvaje, comenzó a enfermar. Muchos de los anticuerpos de nuestra especie dependían, y aún lo hacen, de la dieta, por lo que la falta de carne produjo una baja en los anticuerpos y nos volvimos la raza debilucha que ahora somos.

Pero aún más: fíjense en la cantidad de cosas que nos hacen mal que hacemos: tomamos, fumamos, nos drogamos, etc. Creo que eso es porque nos falta y nos seguirá faltando esa adrenalina que la carne les daba a los humanos primitivos y en cierto modo la tratamos de suplir de alguna forma. Sino, sabiendo que nos hace mal, ¿por qué seguimos haciéndolo?

Luego de esto sólo me queda hacer una cosa: declarar la guerra a todos los vegetales, causantes de guerra, hambruna, segregación sexual y cuantos otros males.

Así que ¡muerte a los vegetales! (excepto claro unas papitas mayo y una ensalada a la chilena en un buen asado...)

Scowy

Los Snacks del Ayer

No creo que sea posible lo que pasa hoy. Hasta hace unos momentos tuve el irrefrenable instinto de comprarme algo a la salida del trabajo, específicamente algo para comer. Como era de esperarse me dirigí al kiosko de turno en busca de lo que sería mi merienda de hoy. Pero el problema es que no encontré lo que buscaba. Entre tanto producto nuevo, todo derivado de una masa café que asemeja vagamente a un chocolate a lo que se le adosa cualquier otro elemento que invite a investigar que mierda se está comiendo uno.
Fue entonces cuando me vino el recuerdo y las añoranzas de cuando el kiosko era un kiosko de verdad, no un bazar donde hay de todo menos “snacks”. Snack... interesante palabra... creo que para mi niñez correspondería la denominación “colación” o porqué no, el conocido “cocaví” (o lo que caiga en el recreo).
En esos momentos era lo mejor del mundo comprar en el kiosko. Claro, porque uno iba y si tenía suerte, encontraba productos nuevos. Lo mismo en los negocios del barrio. Era genial, por ejemplo, en los almuerzos familiares de domingo tomar una Brama Guaraná en sus botellas medias marcianas. O para los más niños disfrutar de una Dr. Nobis. Para mi hermano, que era mayor, todo un lolo, era mucho más atrayente tomarse una cocacola desechable de esas gorditas de vidrio o una Tab o por qué no comprar una coca de 2 litros que tenía el envase con el poto negro. Pero claro que esas eran las bebidas más consumidas. No olvidemos que alguna vez fue novedad la Limón Soda, la Kem Piña o la Mirinda.

En el recreo era otra cosa. No podían faltar las papitas fritas Ideal (una pregunta: ¿alguien sabe por qué eran verdes? ¿con qué tipo de papa mutante se hacían?), un Kapo de piña (con sabor a piña) y por supuesto el infaltable super 8, doblón o por qué no la mayor atracción para los niños de mi generación: las ramitas CENA. ¡¡¡¡Siiiiii!!!!! Cena era la marca que lograba calmar nuestras ansias de frituras. Y no eran las ramitas Cena como todas las ramas que hay hoy, que son de queso (espolvoreado) o saladas. No, ellos tenían una variedad que también incluía Jamón y Picante (ambas, las más exquisitas que pudieron existir alguna vez). Por supuesto, su queríamos algo más dulce estaban las Rayitas, los porotitos de dulces y esos arroces que venían en unas bolsas de plástico rosadas. Con el tiempo supe que las bolsas no eran rosadas, sino que los arroces estaban pintados de ese color y se traspasaba a la bolsa (alimenticio, ¿no?) También era exquisito el comerse unos gatolates o traga-traga tomando una Free, que por qué no decirlo, era la versión chilena de la Coca-cola o la Pepsi. Claro que nunca se declaró una “Guerra de las Colas” entre la Free y las marcas
Transnacionales. Claro que la competencia con la Pepsi no duró demasiado, ya que su slogan “tome Pepsi y deje que el sabor DECIDA” se interpretó como “de-SIDA” por lo que la gente no quiso tomarla más porque “daba SIDA” (si seremos hueones...)
Los chirricos de queso y los filitos de papa (filitos...¡uy que nervios!) eran infaltables a la hora de las convivencias, así como los suflés dulces y los de maní. Recuerdo que cuando en los paseos un compañero se quedaba dormido, era típico ponerle filitos en todos los orificios posibles (lo que producía ahogos momentáneos).
Si alguien piensa que Chéster es algo rico, debería pensar en los originales los FONZIES, una masita con queso que dejaba nuestras bocas, manos, bolsillos, camisas y todo lo que tocábamos con un agradable color naranjo. Los elementos de uso diario como los Inkat, que eran tan baratos, tan sin gracia, pero tan, tan, tan adictivos o los Ricolates, a su módico precio de $30 c/u y que luego de un año se devaluaron a 10 x $100. También las sustancias, helados calientes (o de invierno) las guagüitas, con ese polvito indefinido que nunca permitió develar un oscuro enigma: ¿eran guaguas o momias?. Las malvas con esa consistencia que era entre dura y blanda, entre seca y más seca, chiclosa como ella sola. Las cocadas eran algo que siempre compraba con el vuelto del pan. No importaba cual fuera su origen, siempre eran tan ricas... O comer en el recreo un Natur (sano y liviano...¡vamos al grano!) de arroz o de maíz. Incluso hacíamos competencias para ver quien lograba tragar más Natur de una vez o los lanzábamos al aire para tragarlos en pleno vuelo... no faltaron los que quedaron con Natur en los ojos.

El yogurt era de otra forma. Soprole tenía todos sus yogurt con una consistencia casi como un flan. Nestlé era aguado (como siempre) y existía el fabuloso yogurt DANON, que era tan rico que a las niñas se les subían las trenzas. También figuraban los ULA y los Yely

Los helados de antes eran de tres marcas: Savory, Bresler y Chamonix. Estos dos últimos no salvaban a nadie, pero tenían dos instituciones nacionales: el Fredo y el Crazy (si, Savory lo compró después). Por su parte también existían helados como el láser, el centella, stereo, danky muac, nifty, los vasitos de helado, Pipo el mirón, el tirabuzón, el cremino (no se si alguien lo compró alguna vez), etc.

Por último estaba la sección NO-alimenticia, constituída por cualquier cosa que se masticara por largo rato. Aquí pululaban los Candy, los koyak, los Bowling (koyak inmensos) y los plop! (con chicle y normal). También habían unos candy que eran unos cubos gigantes y que lo único que recuerdo es que cuando los comíamos babeábamos a rabiar, incluso no pudíamos cerrar la boca. En los chicles, los Bubblis, Fresen Up y la primera versión de Grosso.

Los jugos Ambrosoli (malos desde siempre) tenían unos competidores muy grandes: Sip-Sup, Flavor Aid y Yupi.

Claro que no podemos olvidar los chocolates de calaf que estaban rellenos de malvavisco y tenían una cubierta de papel metálico.

Realmente, las nuevas generaciones se han perdido de las gracias de comprar con 10 pesos.


Scowy

Las Micros


Las micros son y seguirán siendo objeto de discusión. Que si el cobrador automático o si es necesario que los empresarios tengan el control, que deberían ser extranjeros, quien sabe.
Es tan difícil diferenciarlas ahora, con sus cuerpos amarillos, sus lomos blancos y sus tan uniformados 3 números que adornan su costado. Todas iguales, todas la misma y sin gracia.

Recuerdo que cuando chico era un show salir a la calle, casi un desfile de carros alegóricos. Múltiples colores (dependiendo del dueño) adornaban los distintos recorridos. Cuando uno tenía que tomar micro, se paraba en cualquier parte donde hubiese posibilidad que la micro pasara. No había necesidad de un paradero establecido. Era tan fácil como decir “me voy en una Yarur-Sumar” o en una “Macul Palmilla”. Uno sabía que eran verdes o que habían rojas, azules, blancas, moradas amarillas, etc. Claro que de repente habían confusiones, como por ejemplo entre la Yarur-Sumar, la Einstein-Sta. Rosa y la Colon-El Llano eran casi iguales, por lo que uno podía terminar en tres partes distintas (y distantes) de Santiago.

Era típico que cuando uno se subía a la micro (las liebres) la puerta de subida-bajada que estaba adelante (ya que sólo tenían una puerta y una de escape al fondo) era abierta sutilmente por el chofer a través de una manilla de metal con un brazo que se encogía con un peculiar y molesto chirrido. Uno pagaba su pasaje (60 pesos adulto y 15 pesos el escolar) directamente al chofer, quien recibía la paga en una caja especial para monedas revestida con algo parecido a un cotelé gastado. Luego, tomaba la manilla de la caja de cambios (con un tremendo cangrejo incluido) y con un gran crujido de metales, se ponía en marcha. Recuerdo que las ventanas se abrían de arriba hacia abajo (cuando habían) y siempre decían “capacidad: 21 asientos” y el famoso “no fumar” o “no devuelva su boleto, está cometiendo un delito”. Las rayaduras de los asientos sólo apuntaban a un objetivo: JJCC o muerte a Pin8, etc etc. Claro que también llamaban la atención esos autoadhesivos de “sin aceite no” (con una tuerca con piernas de mina y un tornillo con piernas de hombre) o “haciendo tocineta” (con los chanchos en la mejor pose) o esos del Jesús de los 80, como medio en café con rojo y una ostia en la mano (estaba en casi todas las casas). O el famoso “papito no corras” o “Dios es mi copiloto”. Esas micros eran incómodas, pero especiales. No había como no saltar en esos cacharros, y como las calles no eran muy buenas, doble salto. O triple si estaban echando carrera con los de adelante.
Era cosa de suerte encontrar entre tanta “Tropezón” “Carrascal Santa Julia” “Pedro de Valdivia Blanqueado” “Bilbao lo Franco” “Intercomunal” “Pila Cementerio” o “Pila Ñuñoa” una micro distinta, grande, con tres puertas llamada “Las Flores”; eran algo así como las minas ricas de las micros de antaño. Lo bueno era que, a pesar de ser tantas y tantas micros de distintos nombres y colores, para no perderse, habían sub recorridos. Era típico ver que habían Intercomunal 8A, 8B, 8C, 8D, 8E y hasta 8F. Habían tantas y tan distintos recorridos que era fácil perderse.

Pero luego con el tiempo vinieron las reformas de tránsito y ya no era tan entretenido. Claro, porque ahora todo era amarillo y blanco, con sólo números y unos recorridos que en la puta vida uno se atrevería haber pensado. Pero luego de 10 años del sistema amarillo, puedo constatar que sólo han cambiado por fuera. Sí, porque en el fondo nuestros empresarios y choferes han querido mantener ciertos aspectos de nuestra tradición micrística y nos brindan día a día ciertos fugaces recuerdos:

· Los sapos de las micros, con su inentendible “¡2 con 8 en la 37!” y la mano estirada para recibir la moneda
· Los vendedores de TODO lo que uno pueda imaginar, desde un lápiz hasta la colección completa de Sailor Moon para colorear o un juego de Chequeras, radio o personal, etc.
· Los asientos rayados con “Manuel y Juany” o “GB” o “LDA” y cantidad de recuerdos de partidos pasados.
· El salvador helado a cualquier hora
· El asiento que nadie quiere usar, que uno de pillo se va a sentar como diciendo “me los cagué a todos, ji,ji” y se da cuenta que: a) está vomitado; b) un niño dejó un helado en el suelo y es imposible despegar los pies para bajarse; c) el asiento está suelto y uno pasa pa’ abajo; d) hay alguien durmiendo debajo; e) no hay asiento; f) no hay piso y está disimulado por una goma.
· El fierro amarrado con alambre para que parezca confiable.
· La rica sensación veraniega del “despegado de espalda” cuando te vas a bajar, dejando marcada tu espalda en el asiento.
· Las benditas ventanas que, irónicamente, uno no puede abrir en verano ni cerrar en invierno.
· Los mil y un pegotines, colgantes, peluches, fotos, luces de colores, parlantes, luces intermitentes y quien sabe qué más que aparece en la cabina del conductor.
· La amable sonrisa del chofer al ver a un escolar. (si es un grupo, llega a carcajada)
· El suelo “limpio” con parafina, la que uno no percibe en un principio, pero que después de resbalarse todo el camino al siento y dejar la mochila en el suelo, nos deja marcado el pantalón para el resto del día con ese agradable aroma.
· Las instrucciones de “rompa el vidrio con el martillo” cuando no hay ningún martillo.
· El vidrio flexible, creado por nuestros choferes a base de bolsas plásticas como un sucedáneo del vidrio normal.
· El amigo del chofer, ese hombre sin cara, que sólo muestra su trasero al sentarse en la parte donde uno paga.
· La mina del chofer, la que asegura una pronta llegada a nuestro destino.
· El hijo del chofer, ese pequeño demonio que recibe la plata y se le cae al suelo y no te da el boleto y grita todo el camino para que el papá lo pesque.
· El timbre del pilar que no funciona, pero que tiene al lado un cordel que llega hasta el chofer y toca un timbre “de luz y sonido”
· El letrero de “baje por atrás” y cuando uno llega a la puerta de atrás dice “puerta mala”.
· El letrero de “la radio puede funcionar si ningún pasajero se niega”, pero igual uno se tiene que aguantar la radio a todo chancho. (y anda a reclamar)
· La micro en sí.


Es verdad que nuestro sistema de locomoción colectiva es algo bastante avanzado últimamente. Pero siempre hay que recordar que aspectos como estos lo han hecho especial, único y tan querido para nosotros los que aún no tenemos auto. Y es que, mal que mal, ¿qué haríamos sin las micros?

Scowy