El otro día, luego de una reunión de trabajo muy tarde en la noche, contacté a una amiga para que tomáramos algo y habláramos de la vida. Como ella estaba en otro lado, se demoró bastante más de la cuenta en llegar a nuestro punto de reunión. El bar estaba bastante lleno a pesar del frío y de la hora ya avanzada en la que los locales comenzaban a cerrar en esa zona.
Mientras veía uno de esos programas mundialeros tan vacíos que están de moda por estos días y me tomaba mi cerveza negra que tanto me gusta, llegó un viejo sucio y barbudo a darme la mano. Me miró directo a los ojos y con un inentendible español mezclado con varios grados alcohólicos y un aliento que parecía venir directo de una fiesta de la vendimia, me dijo "soy poeta" y me lanzó encima tres fascículos que decían ser "libros de poesía". Inmediatamente le dije que no tenía más dinero (lo que es muy cierto por tanta salida en la que he gastado plata que no debí) y que siguiera su camino. Pero él insistió y me espetó el argumento de "léalo, no tiene que comprarlo". Y como soy un maldito cabrón, dije "ok, me quieres hacer creer que voy a comprarlo así, te voy a hacer perder el tiempo". Así que me puse a leer el fascículo mientras levantaba mi vaso de cerveza y sorbeteaba unos tragos cortos, pero sin despegar la mirada del texto. Y lo que en un principio era una broma bastante cruel se convirtió en un verdadero interés por leer los poemas. Resultó ser que este hombre era un poeta de tomo y lomo, con una rima muy extraña, pero a la vez envolvente y directa. Y cuando vi que llevaba un tercio del texto leído y el tipo seguía a mi lado, me disculpé. Le dije que realmente su poesía era perfecta, sin remilgos, sin aires de grandeza, era simple, pura y llana poesía. Le entregué el libro con una mueca de decepción y hastío, pensando en todo lo que había gastado ya en espera de esa mujer mientras que con una mínima parte de ello podría haber seguido leyendo.
Y me dio mucha pena verlo irse, orgulloso con sus fascículos bajo el brazo rumbo a la siguiente mesa, repitiendo el mismo discurso, con las mismas pausas y el mismo aliento. Cuántos artistas y poetas habrá en esta ciudad vendiendo sus obras en paupérrimas condiciones, intentando mostrar quienes son, evidenciando ese talento tan esquivo para algunos y tan natural para otros. Y cuántos de ellos nunca darán a conocer su arte. Quizás algún día los poetas perdidos y los artistas olvidados sean honrados con algún monumento. Por ahora sólo podemos aceptar las migajas de su talento marchito.