Hay veces en las que la vida te enfrenta a momentos agridulces. Esos por los que tú también has pasado y que se repiten reflejados en otra persona.
Eso me ocurrió ayer, al acompañar a mi amigo Pepe en el velatorio de su papá. Fue un hecho inusual el que fuera en su propia casa... algo tal vez rústico, tradicionalista, criollo. Pero era lo preciso. La comitiva de personas deseadas y no tanto se agolpó una y otra vez por entrar a la casa a verlo... la tía atendiendo y tratando de no ser tan atendida... siempre con su sonrisa, algo forzada en uno que otro momento por la situación obvia que enfrentaba. Un amigo intentando tener un respiro después de tanto trámite y recorridos por Santiago y alrededores. El ambiente se palpaba triste, pero no por la partida, si no por la impotencia de no poder levantar de mejor manera a quienes siempre nos han recibido con una sonrisa en el rostro, con una buena palabra, con buena intención.
Ahí estábamos, empalados de frío, la docena de amigos que pretendían animar a Pepe. No sé si se pudo o no... las miradas siempre fueron tratando de evitar lo obvio, la pregunta que doliera... el "que vas a hacer ahora" o "todavía no lo asimilas", etc... Las respiraciones frías migraron de la desazón quieta a la risa tenue que permiten estos eventos, en que se reencuentran quienes no se han visto en meses o años, en que quienes te saludaban ya no lo hacen y quienes nunca se hablaron se abrazan fraternalmente como si nada hubiera pasado. Las anécdotas afloraron como siempre para hacer del gélido espacio algo más tranquilizador. Y aunque muchos fueron y vinieron aquella noche, la premisa era la misma... contención.
El fogón improvisado en una parrilla aplacó los estertores del grupo, mientras un café caliente, un pan y un reto de la mamá por no haberlo hecho antes aparecieron en escena. El último cigarrillo, el último trago, el último chiste y la última risa apagada antes del abrazo de despedida. El sentimiento de impotencia, el saber lo que se siente y no poder evitárselo al resto es lo que más afecta en ese momento.
Los pasos, un gesto final para subirse al auto y despedirse. Al encender el motor vi aquellas velas en el suelo, encendidas hace horas a lo largo de la calle. Titilaban mecidas por el viento, evitando apagarse, resguardadas por los envases plásticos recortados a la rápida. Sus luces no parecían ya sólo velas, se veían firmes, determinadas, pacientes... como esperando algo. Recorrí con el auto ese tramo en que las estrellas habían bajado para hacer su propia despedida, para iluminar tenuemente el camino de otra luz que se unirá a ellas.
Y al doblar la esquina la ciudad volvió moverse como antes.