Siempre que tengo tiempo, juego en el computador. Es algo que hago desde que era muy chico y que con el tiempo se convirtió en uno de mis grandes pasatiempos, junto a la música. Y es que aunque mi generación no fue la generación de las consolas PS2 ni Gamecube, ni tampoco la de la interactividad del DVD o la multifuncionalidad del internet, fue la generación en que todo lo que se refería al videojuego fue una sorpresa. Claro, cuando nuestros hermanos mayores veían a sus tiernos 5 años un flipper y corrían a buscar la moneda de peso grande para comprar las fichas y luchar por mantener más tiempo la pelota en juego, nosotros a la misma edad jugábamos con los videos arcade. Esas hermosas máquinas de múltiples colores que adornaban los oscuros locales de barrio en que por $50 uno podía jugar al Space Invaders, al Pac-Man o al auto que tiraba humo para que no lo pillaran los contrincantes. Uno esperaba el momento en que la mamá tenía plata como para comprar unas fichas y partía a jugar en esos juegos de gráfica básica, en que con suerte se distinguían colores y con los que todos soñábamos cada semana. Hacíamos campeonatos a la salida del colegio básico, cuando los videojuegos estaban en una casa cercana al colegio, que tenía en la salida de autos un arcade de ninjas que pegaban patadas y parecían palitroques. Claro que no hay que olvidar a la impresionante gráfica “3D” de la Guerra de las Galaxias hecha con líneas verdes en un fondo negro con las voces de Obi-Wan y Darth Vader, todo un clásico.
Mientras pasaban los años viendo pipiripao y tomábamos Free esperando “El Festival de los Robots” apareció en nuestro mundo algo que jamás pensamos posible: el videojuego en la casa. Nació Atari, la empresa que logró acercar el arcade al televisor y que nos permitió jugar sin fichas. Claro que Atari, Sega y Dreamcast, los pioneros de las consolas, habían aparecido muchos años antes. Lo que pasa es que Chile, como siempre, recibió los adelantos mucho después y sólo para algunos, los que tenían mayor poder adquisitivo. De todas maneras algunos de nuestros amigos ya contaban con el Atari 5300, esa consola negra con rayitas que permitía jugar con joystick el pong y algunos juegos arcaicos. Para mí fue en 1989 cuando los videojuegos se tornaron adictivos. Porque ese año me regalaron mi Atari 800 XL, con casetera, con la que cargaba los juegos durante media hora para que al final se cayera la carga y tuviera que empezar de nuevo. Así pasaron a ser parte de mi tarde el Montezuma, River Raid, Asteriod, Landscape, y tantos otros que no se acababan nunca y que podíamos copiar en la radio doble casetera de mi mamá. Aquí fue cuando nació mi alma de piratero de software. Comenzamos copiando los juegos de casete a casete y vendiéndolos en el colegio. Nos hicimos la américa por un par de años, hasta que apareció Nintendo y nos cagó el negocio.
Nintendo, de la mano de Mario, regresó el catridge al puesto que siempre debió estar y dejó la carga lenta del casete y la inestable de la disketera de 5 ¼ en un segundo plano. Y por supuesto, los juegos se ampliaron. Como por ejemplo, Terminator 2, todas las versiones de Mario, Sonic (Sega), Los Simpsons, double dragon, las tortugas ninja y Street Fighter. La gráfica se mejoró y entró todo tipo de empresas a competir y nuestro Atari quedó obsoleto. La empresa se fue a la quiebra en 4 años y nosotros nos quedamos sin juegos nuevos. Pero Bill Gates y sus amiguitos de IBM con sus computadores PC, comenzaron a ver que los videojuegos eran un mercado tan rentable que también empezaron a hacerlos y así crearon juegos para las plataformas 286, 386 y el impresionantemente poderoso 486, con ¡8 megas de RAM! Toda una máquina. Y los juegos ya no sólo fueron de saltitos mamones y carreras de autos, fueron de disparos, muerte, sangre, sexo y rock n’ roll. El mercado avanzó tanto que nadie se quedó sin comprar un PC, porque se justificaba con que era “para trabajar” cuando sólo se usaba para escribir y jugar (igual que ahora). Y las consolas se fueron a pique, igual que lo habían hecho los arcades y Atari unos años antes, dejando a todos con las consolas tiradas juntando polvo. Y ahí me quedé yo, en el PC. Porque cuando llegó la revolución del PS2, el XBOX y Gamecube yo ya había pasado los 20 años, así que el juego por el juego no era mi prioridad. Los grandes avances gráficos me llegaron a través del PC, con sus fallas y problemas, con sus virus y sus pantallas azules, pero con la convicción de que para el resto no sólo estaba jugando, estaba “trabajando”.
Crónicas de la vida diaria. Las cosas que vemos, las que no y las que simplemente no queremos ver.
miércoles, febrero 22, 2006
viernes, febrero 10, 2006
El maldito día del amor
Hace muchos años, cuando era un niño de colegio y me caracterizaba por ser el nerd del curso, el que les daba las tareas a los otros y, por sobre todo, el que nunca tenía mina, me sentía aún más desdichado cuando llegaba el verano. Claro, porque no sólo estaban las vacaciones, que eran muy apestosas porque no eran con amigos, porque la pubertad era una etapa bastante cruda en mi cuerpo y en la que ningún músculo asomaba a mis raquíticos brazos y en que mis lentes reflejaban tanto el sol que las minas se alejaban de mí. Además de todo eso, llegaba el día fatídico de febrero. Y no hablo de la apertura del festival de viña que siempre me ha parecido una calamidad; no, el objeto de mi furia y frustración era el 14 de febrero, día de San Valentín. Ese maldito día en que todos DEBIAN tener pareja, en que el amor cruzaba el aire y generaba la mayor depresión de la adolescencia en otros tantos como yo. Ese día en que los regalos era corazones y ositos, tarjetas mamonas y por sobre todo una sarta de cursilerías que ni los cariñositos hubiesen soportado. Y la tienda “village” se hacía la américa con tal cantidad de pololos que se volvían adictos a regalarse cosas que luego quedaban tiradas en algún closet, como esos peluches de “te quiero” que luego servían para juntar polillas o los globos de helio desinflados que nunca sirvieron para nada más.
Bueno, la situación era insostenible para mí; si en el colegio, durante todo el año jamás me pescaban, imagínense a la hora del traje de baño en la época estival. Pero igual uno tenía que inventarse su amor de verano, colocarlo en las comunas o regiones más lejanas y rogar para que nadie tuviese una prima que se llamara igual y viviera por ahí mismo. El día de San Valentín se volvió en el karma de mi adolescencia y por supuesto, nunca tuve polola en esa fecha durante mi etapa escolar. Cuando ya estaba en cuarto medio me saqué los lentes y, aunque no veía nada, empecé a ser cotizado por las minas y me di cuenta de que no era tan feo como pensaba. Los lentes eran mi problema. Así conocí durante los 8 meses siguientes a muchas minas y amigos de los cuales podía armar vagamente el rostro a lo lejos, saludando sin saber a quién. Eso me generó varias minas con las que anduve y al menos ese año, me reinvindiqué como macho galán.
Así llegó la universidad y por supuesto que tampoco tenía mina para el 14 de febrero, por lo que, como siempre, me fui a reír de los regalos que mis amigos le hacían a sus pololas. Pero llegó el ’96, cambié de carrera y conocí a mi actual señora. Todos los 14 de febrero posteriores fueron de lujo, porque ahora tenía a quien regalonear y con quien pasearme sin sentirme como un paria del amor. El problema apareció poco después cuando me di cuenta que ya no sólo tenía que regalar en cumpleaños, navidad, santo y aniversario de pololeo, sino también en el fatídico 14. Y claro, cuando uno regala más de 5 veces al año a la misma persona, a los 3 años ya no te quedan muchas ideas. Y volví a odiar la fecha. Es que ni siquiera la sentía como propia, era como que la gente de las tiendas te decían “compra, o tu relación se acaba” ¡puaj!.
Y fue entonces, el año 2003, que todo cambió. El día que de nuestro matrimonio coincidió (no lo quisimos así, no había otra fecha esa semana) con el 14 de febrero. Así que nos casamos el día del amor y aunque lo sigo encontrando cursi y el bam-bam casi nos caga el aniversario cuando se quería casar en esa fecha, me sentí más aliviado. Porque ya el 14 no sería el día del amor impuesto por el comercio. El 14 de febrero es ahora mi propio día del amor, en el que no me importa lo que compre o haga el resto, porque es el día en que recuerdo el momento en que decidí comenzar mi propia familia.
Bueno, la situación era insostenible para mí; si en el colegio, durante todo el año jamás me pescaban, imagínense a la hora del traje de baño en la época estival. Pero igual uno tenía que inventarse su amor de verano, colocarlo en las comunas o regiones más lejanas y rogar para que nadie tuviese una prima que se llamara igual y viviera por ahí mismo. El día de San Valentín se volvió en el karma de mi adolescencia y por supuesto, nunca tuve polola en esa fecha durante mi etapa escolar. Cuando ya estaba en cuarto medio me saqué los lentes y, aunque no veía nada, empecé a ser cotizado por las minas y me di cuenta de que no era tan feo como pensaba. Los lentes eran mi problema. Así conocí durante los 8 meses siguientes a muchas minas y amigos de los cuales podía armar vagamente el rostro a lo lejos, saludando sin saber a quién. Eso me generó varias minas con las que anduve y al menos ese año, me reinvindiqué como macho galán.
Así llegó la universidad y por supuesto que tampoco tenía mina para el 14 de febrero, por lo que, como siempre, me fui a reír de los regalos que mis amigos le hacían a sus pololas. Pero llegó el ’96, cambié de carrera y conocí a mi actual señora. Todos los 14 de febrero posteriores fueron de lujo, porque ahora tenía a quien regalonear y con quien pasearme sin sentirme como un paria del amor. El problema apareció poco después cuando me di cuenta que ya no sólo tenía que regalar en cumpleaños, navidad, santo y aniversario de pololeo, sino también en el fatídico 14. Y claro, cuando uno regala más de 5 veces al año a la misma persona, a los 3 años ya no te quedan muchas ideas. Y volví a odiar la fecha. Es que ni siquiera la sentía como propia, era como que la gente de las tiendas te decían “compra, o tu relación se acaba” ¡puaj!.
Y fue entonces, el año 2003, que todo cambió. El día que de nuestro matrimonio coincidió (no lo quisimos así, no había otra fecha esa semana) con el 14 de febrero. Así que nos casamos el día del amor y aunque lo sigo encontrando cursi y el bam-bam casi nos caga el aniversario cuando se quería casar en esa fecha, me sentí más aliviado. Porque ya el 14 no sería el día del amor impuesto por el comercio. El 14 de febrero es ahora mi propio día del amor, en el que no me importa lo que compre o haga el resto, porque es el día en que recuerdo el momento en que decidí comenzar mi propia familia.
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