Desde que era niño la navidad era una de los momentos más esperados del año, cuando todo el mundo se veía feliz, los villancicos se escuchaban por todas partes y los niños éramos amos y señores de todo. Los adultos se beneficiaban de nuestra alegría con las semanas de buena conducta y las acostadas temprano en espera del ansiado regalo. Y por mucho tiempo me pareció que era lo mejor del año (porque mi cumpleaños era en las vacaciones de invierno y nadie iba a mi fiesta).
Así, durante años, el viejo pascuero se convirtió en lo que llamaríamos un “ícono del premio”, ese personaje que lograba cumplir los deseos de todo un año en una hermosa realidad. Claro que no siempre. El viejo tenía un problema: parece que tenía una fijación con la ropa interior. Todos los años me llenaba de calzoncillos y calcetines, y que decir de los pijamas y camisetas para el invierno. Seguramente como vivía en el Polo Norte pensaba que todos pasábamos frío el año entero.
Mi creencia en el viejo rojo (aún no sabia de la existencia de los viejos verdes) concluyó el año en que los regalos tuvieron tarjetas “de mamá para Pablo” o “de tu hermano”, etc. Y eso fue como a los 8 años. Entonces, comprendí que la buena onda y el cuidado de todos los meses del año sólo debían asignarse a ciertos individuos de mi familia con poder adquisitivo y sólo algunas semanas antes. Pero ahora, los regalos venían con el típico “es lo que hay” o “el próximo año” o “¡cómo se te ocurre!”. Y la navidad dejó de tener un interés tan grande para mí como lo era antes.
Con los años, la navidad se convirtió en un cacho en el que tenía que buscar regalos, juntar la plata, comprar lo que no podía, pelearme con la típica vieja que agarró el producto primero, pagar a 36 cuotas, encontrar algo distinto para cada persona y además entregarlo feliz. Y de pronto me di cuenta de que ya no me gustaba. Claro, ya el negocio no era lo mismo, antes unas caritas bastaban y el resto era pan comido. Ahora, la barba blanca me la estaba poniendo yo.
Todo siguió así hasta que conocí a la fan número 1 de la navidad. Mi mujer. Y es que desde que nos conocimos, el arreglo del arbolito, las galletas, la cena, los regalos y todo el espectro rojo-dorado-verde se convirtió en sinónimo de alegría, de compartir y ,sobretodo, de entender que la navidad no es el momento de gastar plata que no quieres, buscar regalos por cumplir o reclamar el resto del año por las cuotas, si no de alegrarte porque es el cumpleaños de un niño que trajo alguna vez esperanza a un mundo alicaído y que cada vez que lo celebramos nos damos cuenta que nos llama a compartir, a amar y entregar todo lo que uno pueda a los demás.
Así que ¡feliz cumpleaños, Mary Crismas!
2 comentarios:
Gracias Pablito:
Ahora me siento como "PAULA SALVA LA NAVIDAD"
escuché una historia en la que María se quejaba amargamente de que entre tanto regalo, todos se olvidaban de su hijo.
Que lindo saber que aún queda gente capaz de disfrutar esta época, dándole un real significado a Navidad...
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