Pero llegó ese día nefasto. Sí, hubo un momento en que, a pesar de ser una sociedad determinada a progresar lentamente por culpa del chorreo y a ser minimizada por todos los poderes fácticos económicos que la controlaban, Progresópolis sufrió un golpe bajo. La gente se cansó. El pueblo decidió que era mucho, que bastaba, que era hora de que ellos también tuvieran su tajada del pastel. Y así de golpe y porrazo, Progresópolis, la capital del endeudamiento y del enriquecimiento sectorizado, se vio plagada de tomas, protestas, paros y gritos desaforados de una masa de gente sin rostro que sólo pedía ser vista por una vez en su vida. La individualidad de los problemas se volvió una generalidad universal donde la espada era la educación, la bandera los bajos sueldos y la consigna una mejor vida para todos por igual.
El problema es que el gobierno de Progresópolis era sordo. Tenía las ventanas del palacio de gobierno tapiadas, sólo permitiendo entrar el sonido cuando la gente dormía. Así y todo, llegaron rumores acerca de los estudiantes que tenían tomados colegios y universidades, dejando de estudiar porque algo querían sobre las platas. La tropa de pinganillas no quería pagar lo que se debe. Lavinovsky, jefe del ala de educación espetó una frase que salvaría la situación: si lo que querían era dejar de estudiar, entonces, le daban vacaciones. Un problema menos en Progresópolis. Pero no era eso lo que buscaban los imberbes, que continuaron las acciones. Tampoco las medidas de parche sirvieron para esos tipos ecologistas que pedían dejar el país sin tocar impidiendo que el mundo exterior se pudiese seguir contentando con usar los recursos a diestra y siniestra, pagando, claro, su comisión al gobierno de turno.
Y día a día Progresópolis dejó de progresar. Porque todos los actores de la sociedad dejaron uno a uno de trabajar. Y cuando el gobierno se dio cuenta que no había pan para el desayuno en el palacio, que tampoco había papel higiénico, que sus hijos ya le decían mamá a la nana de tanto haber faltado al colegio, que sus choferes no los trasladaban, que los profesores no enseñaban, que las carreteras estaban tomadas... fue que decidieron escuchar. Pero fue tanto lo que escucharon que se volvieron locos de terror. Así que se metieron tras las puertas de palacio y las sellaron para que no volviesen a ser abiertas nunca más. El Palacio del Statuo Quo quedó aislado del mundo. Así Progresópolis comenzó a ser llamada Protestópolis, una ciudad que no duerme por los cacerolazos, que vive en manifestaciones, donde nadie estudia, donde se trabaja sólo para comer y donde la gente aún tiene esperanza de que las cosas cambien... aunque en el fondo sepan que los dueños de la ciudad siempre se saldrán con la suya.
PD: cualquier semejanza con Santiago es mera coincidencia.
1 comentario:
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