Durante milenios las castas han regido el mundo. Es algo que no debe extrañar, ya que siempre los líderes se juntaron por una marcada obsesión de mantenerse en el poder. Así los faraones se casaban con sus hermanas, los reyes casaban a sus hijas con otros hijos de reyes, manteniendo todo en un círculo cerrado intentando vanamente evitar las guerras y las divisiones. Luego de la Revolución Francesa del siglo XVIII parecía todo volverse hacia un pluralismo donde la aristocracia tuvo que dar paso al poder económico. En ese cisma algunos lograron sobrevivir, como las monarquías inglesas, sueca, española y otras del orbe del primer mundo, pero a muchos otros les iría muy mal, partiendo por la monarquía francesa. Y a pesar del gran cambio cultural, de promover la democracia como instrumento de gobierno y control de las masas, el poder sólo cambió de una monarquía a una oligarquía escudada en la ilustración y la premisa de que el pueblo DEBE ser gobernado para evitar que se descarrile.
Un cambio sustancial vino con la Revolución Rusa, que catapultó el concepto de la igualdad de los hombres y la participación igualitaria por el bien común. Pero como obviamente sucedió, el sistema debía ser regido y adoptado a la fuerza, evitando cuestionamientos y disidencias. Desde la otra vereda, el fascismo hizo lo propio, prometiendo crecimiento y poder para todos, la gran nación sobre los hombres individuales y el concepto colectividad empoderada. Por obvias razones, ambos emplazamientos terminaron por fracasar. La libertad de pensamiento y la individualidad no pudieron ser controladas de una manera completa, fracturando los dogmas que terminaron por caer por su propio peso, sin sustentación en lo que prometieron sería la base de su éxito: el pueblo.
Y he aquí donde a mediados del siglo XX y hasta nuestros días comenzó a gestarse una nueva oportunidad. tras la postguerra y el derrumbe de los regímenes comunistas, pareció que la oportunidad de la democracia como única bandera de los países en el mundo sería la respuesta tan esperada por un pueblo que siempre pidió ser el regente de sus propias vidas. Pero el paradigma del poder evita las libertades desatadas. Es por eso que el poder de la oligarquía volvió a controlar todo. El latifundio, tan apedreado en el pasado y la esclavitud, un concepto descartado en nuestra sociedad, se volvieron a abrir paso vestidos de libre mercado. Cuando el capitalismo acérrimo logró hincarle el diente a la democracia en pleno, logró un objetivo anhelado por el poder y que hasta ahora no se había logrado: la esclavitud consensuada. El trabajador promedio pasó a ser un objeto bursátil cuando a través de manejos políticos y decretos viciados nuestros recursos se convirtieron en el alimento de la banca y los especuladores. Las AFP son el fiel reflejo y el hasta de bandera de la causa a favor del dinero y el poder en desmedro de la sociedad completa.
Y es ahora cuando un nuevo cisma comienza a fraguarse, tal vez uno del que no exista retorno. En una sociedad tan individualizada, en que todos buscan su propia mejoría en desmedro del resto (porque ése es el pensamiento que se nos implantó desde que nacimos bajo estos términos) el capitalismo comienza a desmoronarse. La política cedió ante las presiones del mercado, se vendió al mejor postor e hipotecó la dignidad por un poder efímero. La deuda carcomió lo más básico que necesitaba para funcionar: la base trabajadora. Cuando quienes trabajan no alcanzan a vivir bien y cuando no tienen oportunidades para crecer mientras otros se ensalzan en montañas de privilegios y poder, comienza a crecer la desidia que inundó al mundo contra la monarquía. Pero a diferencia de esa rebelión, la que se está fraguando es en contra de todo el sistema mundial.
Las personas por sobre la institución, ese es el grito de guerra que comienza a murmurar en las calles. Tímidamente, en forma solapada y a veces explosiva, las personas han comenzado a entender que todo lo que hemos asumido como real es una mera ilusión, una matrix a la que estamos conectados, no por cables ni mangueras, si no por una tarjeta de plástico y un código de barra. Pasará mi generación seguramente hablando retóricamente de los pasos a seguir, de la hoja de ruta, de los niveles que se presentarán ante el desafío y de la limpieza de nuestro sistema, pero no veremos el cambio. El cambio será violento, duro, inconcebible para muchos y seguramente nos pondrá al borde del precipicio como sociedad, pero no por eso debe temérsele. Por el contrario, el momento en que las personas entiendan que son más que un número de cuenta corriente o un bien inmueble abrirán los ojos a un nuevo tipo de líder: los propios.
Es hora que los ratones dejen de elegir gatos.
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