Una de las historias de gangsters que más me gusta es la de “Los Intocables” contra “Al Capone”. Esa relación de odio-admiración entre ambos, en que mientras uno se escapaba siempre y lograba sus negocios sucios en la ley seca, el otro lo perseguía y lograba desbaratar varios de sus planes. Durante años se persiguieron mutuamente, mataron gente de cada bando, pero por sobretodo generaron en el atribulado ambiente de los años ’30 una admiración por parte de la gente hacia ambos bandos. Todos sabemos que Al Capone siempre se salvó, para molestia de muchos policías honestos, pero no lo logró del todo. Pasó que un día llegó a la oficina de Eliott Ness un hombrecito de lentes que llevaba una carpeta bajo el brazo y le dijo “tenemos a Al Capone”. Como Ness no lo había arrestado ni tampoco había logrado inculparlo con los decomisos, su asombro fue absoluto. Un tipo de la oficina de recaudaciones podía arrestar a Capone sólo mostrando unos papeles donde se demostraba que había evadido impuestos. Y así calló Al Capone, uno de los criminales más recordado y admirado del siglo anterior.
En Chile, en cambio, no había ley seca. A cambio, hubo golpe, toque de queda, detenidos desaparecidos, crímenes, se prohibió la libertad de prensa y de manifestaciones democráticas, bajo el alero de la dictadura de Pinochet. Este hombre, que consiguió el poder bajo una situación límite, que sólo el destino en muchas grandes jugadas lo llevó a ser general, que jamás aprendió a modular, que una sola vez se sacó una foto con lentes oscuros y que ha sido reproducida mil veces para recordar su malévolo rostro, estuvo por muchos años libre de culpa. Sí, libre de los asesinatos en masa que ocurrieron bajo su gobierno, donde él sabía hasta cuando caía una hoja de un árbol, pero que mágicamente después negó saber. Libre de culpa por la sangre de esa gente, porque él no se manchó las manos, se las mancharon otros a quienes también abandonó a su suerte. Libre de las lágrimas de las madres, esposas e hijas de quienes murieron. Libre del aislamiento que sufrieron los miles de exiliados. Libre de remordimientos por falsear un plebiscito. Libre de todo.
Este dictador se dio maña para cambiar a Chile en muchos aspectos, dejar amarrado el poder a la forma que él lo tenía y crear una constitución que sólo beneficiaba a algunos, que, por otras vueltas del destino, lo dejaron abandonado a él. Creó el cargo vitalicio para que después que se retirara del ejército pudiese tener fuero parlamentario y salvarse de cualquier requerimiento judicial, burlándose en la cara de la democracia que él mismo destruyó. Fue un tribunal extranjero el que lo apresó por primera vez; pero claro, Chile dijo ser soberano y querer juzgarlo aquí, cosa que no pasó porque tenía fuero y porque los jueces, en su mayoría, seguían siendo los mismos de la dictadura. Miles de personas rogaban por justicia, por saber donde estaban sus seres queridos, pidiendo un gesto de misericordia para responder tantas preguntas que jamás fueron contestadas.
Pero nunca cayó. A pesar del tardío desafuero, los resquicios legales con que adujeron una “demencia senil” lo salvaron nuevamente de cualquier proceso. Además, la edad lo hacía ver hasta casi benévolo, un pobre viejo postrado en su silla de ruedas.
Hasta que apareció nuevamente el hombrecillo con su carpeta. Claro, porque el dictador que dijo no ganar más que lo que el ejército y el sueldo de “presidente” le generaban, movía caudales de dinero fuera del país, con identificaciones y pasaportes falsos, ayudado por su familia y algunos cercanos, sin que nadie se diese cuenta de que en Chile el bolsillo cada vez estaba más vacío. Y se descubrieron las cuentas en el banco Riggs y estalló el escándalo. Claro, porque hasta para los empresarios que lo apoyaban durante sus matanzas se sintieron “ultrajados” (ya que el dinero sí les importa); porque con esa plata se podrían haber hecho muchas cosas más para la gente, pero por sobretodo, porque había sido él, al que nunca se le había podido atrapar. Y fue la carpetita de los impuestos la que apareció en un escritorio y un hombrecillo dijo “tenemos a Pinochet”. Y al igual que Al Capone, Pinochet y su séquito cayó en manos de la justicia, no por sus crímenes contra la humanidad, no por su crueldad ni por su despotismo, sino por los impuestos.
Crónicas de la vida diaria. Las cosas que vemos, las que no y las que simplemente no queremos ver.
sábado, enero 28, 2006
martes, enero 24, 2006
Los arreglos caseros
Al parecer, mientras más edad tenemos, más presente se vuelve nuestra capacidad de adaptación a los nuevos hechos que aparecen en nuestras vidas. Un ejemplo muy claro es que cuando crecemos podemos entender mejor como funcionan las cosas y asumimos que un aparato u objeto se puede desarmar y volver a armar, cosa que a mis 5 años no entendía y rompía todos los autos de carrera a martillazos para ver al piloto que venía adentro...
También la estupidez se reduce con los años (espero), al poder decidir como arreglar el nuevo hogar. Porque como toda historia tortuosa que se jacte de sí misma, mi historia sobre la búsqueda de departamento llegó a su fin. Por esas cosas del destino pudimos encontrar el mejor departamento que nuestra capacidad monetaria nos permitía y, además, superó con creces el espacio que necesitábamos. El contrato se firmó con retraso, ya que el que vivía en el departamento no se podía ir hasta conseguir el préstamo con que compraría su nuevo departamento. Así nos encontró enero en el mismo viejo departamento, con las cosas embaladas, intentando hacer una cena decente con los platos que sacamos a duras penas de una caja.
Pero finalmente, el día llegó. El departamento se entregó la segunda semana de enero y pudimos comenzar con nuestra odisea. Si, una odisea. Porque además de sumar los ya 2 meses de búsqueda y el mes en que la mitad de las cosas estaban embaladas, hay que sumarle el fin de semana en que teníamos que terminar de embalar. Y por supuesto, el embalaje no se concluyó a tiempo y cuando llegó el camión de mudanzas todavía habían varias cosas que tuvimos que meter a la mala en algunas cajas. Dicen por ahí que está comprobado que la mudanza es una de las cosas más estresantes por las que pasa el ser humano moderno, después de la muerte de un ser querido o un divorcio. Y es que es así. Porque la mudanza no es sólo embalar. No. Hay que embalar, botar las toneladas de cachureos que uno guarda con los años, llamar a un camión, bajar las cosas hasta el camión, contar que no falte nada, mirar de reojo a los que cargan para que no se hagan los vivos con algo, mirar de reojo a los vecinos por la misma razón, subirse a duras penas al camión lleno, rezar porque en el trayecto los cuadros, la loza y los vasos lleguen sin romperse; bajar las cosas, volver a contarlas y por fin cerrar la puerta del departamento. Si eso fuera todo, bien. Pero no lo es, porque luego viene el orden de las cosas, la típica frase de “donde está esto” o “parece que no embalamos esto” o “la caja de la ropa no la veo”. Y el stress comienza su nueva etapa, donde las cosas que cabían en el departamento chico se vuelven incontables y por alguna extraña razón no caben en el grande.
Además, y esto es una mención aparte, está la limpieza del departamento al que uno llegó, porque siempre están sucios. El que nosotros ocupamos es digno de un análisis científico; creo que habían especies desconocidas de hongos en los baños. La grasa en la cocina, la alfombra con manchas, los hoyos donde estuvieron los clavos, el papel que se despega, las puertas que no cierran, las llaves que gotean, las lámparas que no están, los vidrios de las ventanas sueltos y por supuesto la infinidad de partes que uno no sabe dónde iban, pero que ahí están al fondo del closet. Creo que el momento en que uno empieza a respirar un poco más tranquilo es cuando por fin se arma la cama. El resto no importa, hay que descansar en algún momento.
Por supuesto, el departamento anterior nos penará al menos un mes. Las cuentas que uno cambió de dirección, pero que se facturaron antes y hay que ir a buscarlas, los gastos “correlativos” de los días utilizados que hay que descontar, la limpieza del departamento antes de entregar las llaves y la devolución del mes en garantía. Claro, porque a uno le cobran el mes en garantía de entrada, pero igual tenemos que esperar un mes para que nos lo devuelvan.
A pesar de todo, creo que el cambio quedó bien, el departamento lentamente está tomando su forma final. En algunos días más podré entrar por la puerta y decir por fin “hogar, dulce hogar”.
También la estupidez se reduce con los años (espero), al poder decidir como arreglar el nuevo hogar. Porque como toda historia tortuosa que se jacte de sí misma, mi historia sobre la búsqueda de departamento llegó a su fin. Por esas cosas del destino pudimos encontrar el mejor departamento que nuestra capacidad monetaria nos permitía y, además, superó con creces el espacio que necesitábamos. El contrato se firmó con retraso, ya que el que vivía en el departamento no se podía ir hasta conseguir el préstamo con que compraría su nuevo departamento. Así nos encontró enero en el mismo viejo departamento, con las cosas embaladas, intentando hacer una cena decente con los platos que sacamos a duras penas de una caja.
Pero finalmente, el día llegó. El departamento se entregó la segunda semana de enero y pudimos comenzar con nuestra odisea. Si, una odisea. Porque además de sumar los ya 2 meses de búsqueda y el mes en que la mitad de las cosas estaban embaladas, hay que sumarle el fin de semana en que teníamos que terminar de embalar. Y por supuesto, el embalaje no se concluyó a tiempo y cuando llegó el camión de mudanzas todavía habían varias cosas que tuvimos que meter a la mala en algunas cajas. Dicen por ahí que está comprobado que la mudanza es una de las cosas más estresantes por las que pasa el ser humano moderno, después de la muerte de un ser querido o un divorcio. Y es que es así. Porque la mudanza no es sólo embalar. No. Hay que embalar, botar las toneladas de cachureos que uno guarda con los años, llamar a un camión, bajar las cosas hasta el camión, contar que no falte nada, mirar de reojo a los que cargan para que no se hagan los vivos con algo, mirar de reojo a los vecinos por la misma razón, subirse a duras penas al camión lleno, rezar porque en el trayecto los cuadros, la loza y los vasos lleguen sin romperse; bajar las cosas, volver a contarlas y por fin cerrar la puerta del departamento. Si eso fuera todo, bien. Pero no lo es, porque luego viene el orden de las cosas, la típica frase de “donde está esto” o “parece que no embalamos esto” o “la caja de la ropa no la veo”. Y el stress comienza su nueva etapa, donde las cosas que cabían en el departamento chico se vuelven incontables y por alguna extraña razón no caben en el grande.
Además, y esto es una mención aparte, está la limpieza del departamento al que uno llegó, porque siempre están sucios. El que nosotros ocupamos es digno de un análisis científico; creo que habían especies desconocidas de hongos en los baños. La grasa en la cocina, la alfombra con manchas, los hoyos donde estuvieron los clavos, el papel que se despega, las puertas que no cierran, las llaves que gotean, las lámparas que no están, los vidrios de las ventanas sueltos y por supuesto la infinidad de partes que uno no sabe dónde iban, pero que ahí están al fondo del closet. Creo que el momento en que uno empieza a respirar un poco más tranquilo es cuando por fin se arma la cama. El resto no importa, hay que descansar en algún momento.
Por supuesto, el departamento anterior nos penará al menos un mes. Las cuentas que uno cambió de dirección, pero que se facturaron antes y hay que ir a buscarlas, los gastos “correlativos” de los días utilizados que hay que descontar, la limpieza del departamento antes de entregar las llaves y la devolución del mes en garantía. Claro, porque a uno le cobran el mes en garantía de entrada, pero igual tenemos que esperar un mes para que nos lo devuelvan.
A pesar de todo, creo que el cambio quedó bien, el departamento lentamente está tomando su forma final. En algunos días más podré entrar por la puerta y decir por fin “hogar, dulce hogar”.
miércoles, enero 04, 2006
Carlitos, el grande
Cuando era chico, mi mamá trabajaba todo el día, hacía horas extras e incluso tenía que ir a terreno y ausentarse semanas. Pero para ella el fin de semana con nosotros era algo que no se perdía. Hubiese temporal o un calor del demonio, mi mamá nos sacaba a pasear. Cuando llegaban esos escasos días en que no podíamos salir (ya sea por plata o por necesidades de la empresa) nosotros ocupábamos a la única niñera que trabajaba el fin de semana completo: la televisión. Y esta “cajita idiota”, como muchos detractores la han llamado durante años, se convirtió en mi gran compañía tanto en la semana como en los momentos en que mi mamá no podía estar con nosotros. Cuando los sábados estábamos ya muy cansados de tanto correr y patear cosas, de buscar bichos y hacerlos pelear entre ellos o pasar por la casa del perro maldito y pegarle a la reja para que ladrara una hora, nos sentábamos a ver la tele. Y esas tardes de sábado, en la década de los 80s, eran sólo para ver un programa: Sábados Gigantes (sí, con eses). Y a pesar de que el cabezón Don Francisco nunca fue de mis grandes ídolos, debo reconocer que a mis cortos 7 años hacía de mi tarde un momento de risa imparable. Claro, sus trajes ridículos, sus sombreros de tirolés y la forma en que molestaba a la gente y se tiraba al suelo eran todo un show. Pero lo que yo esperaba con ansias no eran los concursos, los cantantes o el chacal... eran los sketchs humorísticos.
Desde que Sábados Gigantes se hizo el programa más visto de Chile, debió alargar su parrilla programática, por lo que los artistas nacionales, la cámara viajera y un sin fin de secciones y concursos salieron a relucir. De todas estas secciones las que más prosperaron fueron los sketchs. Eran pequeñas obrillas de teatro (a veces muy picarescas) que contaban las aventuras de cierto grupo de personajes. En poco más de 15 minutos armaban unas historias de enredos y malentendidos que uno esperaba pegado al televisor. Y aunque Mandolino, el Grúa, Maitén Montecinos, El Fatiga, Pinto Paredes y Angulo, los Valverde y los Eguiguren fueron los que triunfaron con gran estruendo, había un tipo flaco que siempre me dio mucha risa sólo de verlo: Carlitos Helo. Este insigne humorista de la vieja escuela, lleno de recuerdos y experiencias en la gran noche bohemia santiaguina de los 60’s e inicios de los 70’s (junto a otros reyes de la época como Daniel Vilches), llegaba a cada sketch con una nota ocurrente, con ese humor blanco, más blanco que el ramo de la novia de Ruperto (ya no habrá luna de miel...) y deslumbraba por la simpleza de sus chistes, casi un bálsamo que permitía hilar el resto de las historias.
Creo que siempre quise mucho lo que significaba Carlos Helo y el grupo de humoristas y guionistas de aquellos oscuros años 80. Porque para muchos de nosotros fue casi una hipnosis que nos permitió seguir con la inocencia antes de llegar a la pubertad democrática, donde no sabíamos que papel jugaríamos, donde nuestros padres de peleaban por todo y con todos y donde a varios de nosotros nos costó entender los cambios que se producían. Y Carlitos era el hombre que me hacía reír, con su poco agraciada figura, con cada broma burda y con esos chistes fomes que realmente me hacían reír de lo fomes que eran.
Pero Carlitos no sólo era humorista o comediante, era guionista; creaba sus personajes, los diálogos de todo el sketch, etc. Y eso era el mayor mérito que tenía: armaba personajes y obras para otros, muchos de los cuales no pagaron ni un peso por su ayuda y se hicieron ricos a costa suya. Muchos de los mismos que no se acordaron de él cuando necesitó ayuda durante los diez años que duró su enfermedad. Los mismos que no estuvieron con él cuando la fama lo abandonó. Los mismos que aparecían golpeándose el pecho en el funeral. Por eso, ese respiro final, esa última señal de vida en sus ojos lo sorprendió casi completamente solo y pobre. Y no faltaron los que apuntaron sus dardos a la falta de planificación, que los “artistas” no ahorraban, que siempre morían pobres por su vida licenciosa. Y tampoco los que se aprovecharon de su funeral como un podio para atacar al cabezón que les dio de comer por tantos años y que, cuando quiso crecer, se sacudió de encima, cual caspa del hombro, a todos los que de él dependían. Y tampoco los que usaron las cámaras como testimonio de su propia falta de previsión y de su poca suerte en el estrellato.
Pero, perdónenme, Carlos Helo sí ahorró, sí tuvo visión de su futuro y sí se preocupo de su familia. La enfermedad fue la que no estaba prevista. Y aunque se tenga mucha plata, 10 años de enfermedad empobrecen a cualquiera. Aún así, en sus tristes años, vimos un par de veces a un Carlitos que decía chistes en el living de su casa o que participaba en alguna esporádica aparición televisiva.
Este es mi humilde homenaje a una de las personas que hizo que nuestros días de niñez y adolescencia fuesen más alegres, más divertidos, más familiares, más llenos de humor. Así te quiero recordar Carlitos, con la sonrisa amplia y los ojos un poco caídos diciendo alguna de tus frases para el bronce.
Desde que Sábados Gigantes se hizo el programa más visto de Chile, debió alargar su parrilla programática, por lo que los artistas nacionales, la cámara viajera y un sin fin de secciones y concursos salieron a relucir. De todas estas secciones las que más prosperaron fueron los sketchs. Eran pequeñas obrillas de teatro (a veces muy picarescas) que contaban las aventuras de cierto grupo de personajes. En poco más de 15 minutos armaban unas historias de enredos y malentendidos que uno esperaba pegado al televisor. Y aunque Mandolino, el Grúa, Maitén Montecinos, El Fatiga, Pinto Paredes y Angulo, los Valverde y los Eguiguren fueron los que triunfaron con gran estruendo, había un tipo flaco que siempre me dio mucha risa sólo de verlo: Carlitos Helo. Este insigne humorista de la vieja escuela, lleno de recuerdos y experiencias en la gran noche bohemia santiaguina de los 60’s e inicios de los 70’s (junto a otros reyes de la época como Daniel Vilches), llegaba a cada sketch con una nota ocurrente, con ese humor blanco, más blanco que el ramo de la novia de Ruperto (ya no habrá luna de miel...) y deslumbraba por la simpleza de sus chistes, casi un bálsamo que permitía hilar el resto de las historias.
Creo que siempre quise mucho lo que significaba Carlos Helo y el grupo de humoristas y guionistas de aquellos oscuros años 80. Porque para muchos de nosotros fue casi una hipnosis que nos permitió seguir con la inocencia antes de llegar a la pubertad democrática, donde no sabíamos que papel jugaríamos, donde nuestros padres de peleaban por todo y con todos y donde a varios de nosotros nos costó entender los cambios que se producían. Y Carlitos era el hombre que me hacía reír, con su poco agraciada figura, con cada broma burda y con esos chistes fomes que realmente me hacían reír de lo fomes que eran.
Pero Carlitos no sólo era humorista o comediante, era guionista; creaba sus personajes, los diálogos de todo el sketch, etc. Y eso era el mayor mérito que tenía: armaba personajes y obras para otros, muchos de los cuales no pagaron ni un peso por su ayuda y se hicieron ricos a costa suya. Muchos de los mismos que no se acordaron de él cuando necesitó ayuda durante los diez años que duró su enfermedad. Los mismos que no estuvieron con él cuando la fama lo abandonó. Los mismos que aparecían golpeándose el pecho en el funeral. Por eso, ese respiro final, esa última señal de vida en sus ojos lo sorprendió casi completamente solo y pobre. Y no faltaron los que apuntaron sus dardos a la falta de planificación, que los “artistas” no ahorraban, que siempre morían pobres por su vida licenciosa. Y tampoco los que se aprovecharon de su funeral como un podio para atacar al cabezón que les dio de comer por tantos años y que, cuando quiso crecer, se sacudió de encima, cual caspa del hombro, a todos los que de él dependían. Y tampoco los que usaron las cámaras como testimonio de su propia falta de previsión y de su poca suerte en el estrellato.
Pero, perdónenme, Carlos Helo sí ahorró, sí tuvo visión de su futuro y sí se preocupo de su familia. La enfermedad fue la que no estaba prevista. Y aunque se tenga mucha plata, 10 años de enfermedad empobrecen a cualquiera. Aún así, en sus tristes años, vimos un par de veces a un Carlitos que decía chistes en el living de su casa o que participaba en alguna esporádica aparición televisiva.
Este es mi humilde homenaje a una de las personas que hizo que nuestros días de niñez y adolescencia fuesen más alegres, más divertidos, más familiares, más llenos de humor. Así te quiero recordar Carlitos, con la sonrisa amplia y los ojos un poco caídos diciendo alguna de tus frases para el bronce.
lunes, enero 02, 2006
Anotación Negativa
Desde chicos la sociedad nos obliga a comportarnos. Cada acción es llamada al escrutinio de la autoridad competente, la cual cambia según el paso de los años. Así es como en un principio son nuestros padres quienes nos reglamentan con frases como “eso no se hace” o “¡nooooo! ¡caca!” y nuestro mundo se convierte en un campo minado por el que transitamos llenos de temor. Y cuando llegamos al colegio se suman a nuestro padres los profesores e inspectores del colegio, quienes no tienen frases sobre la caca, sino las que comienzan con tu apellido: “Escobar... ¿no se da cuenta de lo que pudo provocar?” o “Escobar... ¡a inspectoría!”. Así nuestra enseñanza se convierte en la suma de reclusiones y retos que vienen por partida doble, ya que después de soportar la humillación del trato docente, llega el reto paterno, con lo que nuestra autoestima se va al suelo.
Pero con el tiempo todos nos acostumbramos a los retos y, como ya no hacemos caso, aparece una argucia académica que logra hacernos volver en parte a nuestro camino... las anotaciones. Las hay de dos tipos: las positivas, que permiten a los ñoños y tranquilos seguir siéndolo, pero que además sean reconocidos por ello; y las negativas, para los rebeldes y amigos del recreo, que no se conforman con el uso y abuso de los ñoños para efecto de las pruebas, sino también el uso de los mismos para burlas y juegos. Y así nos plantean la disyuntiva más grande de nuestro comportamiento escolar: si no eres de un bando, eres del otro. Y quedamos destinados a recibir cuanta anotación pueda surgir de las mentes malévolas de nuestros profesores e inspectores, sin importar si participamos o no en el problema, si nos inculparon o simplemente no estábamos.
Cuando por fin dejamos el colegio y nos llevamos nuestras hojas llenas de anotaciones para por fin olvidarnos de todo, nos llega la oportunidad de comenzar de cero en la educación superior. Es aquí donde nuestros exabruptos no son tomados en cuenta y todo está permitido (excepto tomarse la facultad o quemar la escuela). Pero todo sueño tiene que terminar.
Entonces, luego de algunos años de descanso respecto a las anotaciones negativas, salimos a trabajar. Y es aquí donde, sin avisarnos, las anotaciones vuelven en gloria y majestad, pero no como negativas o positivas, sino como revisiones de trabajo, evaluaciones de personal, evaluaciones de crédito, revisión salarial, etc. Pero la mayor de las anotaciones negativas es una que nos limita para todo: el DICOM. Claro, porque para todos los mortales que no tenemos cuentas en importantes bancos y no movemos capitales al extranjero, el dicom es la mayor amenaza para nuestra estabilidad tanto laboral como social. Es cosa de ver cuando uno pide un crédito, quiere comprar o arrendar una casa, busca trabajo o simplemente quiere abrir una cuenta. El inspector del colegio vuelve disfrazado de un soplón social, quien por teléfono o por internet nos recuerda a cada momento que alguna vez cometimos un olvido o un error. Y como único descargo podemos decir “eso fue hace mucho, ya lo pagué”, pero no por ello logramos que se nos dé el crédito que necesitamos. Además surge otro problema: si aparecemos tan fácil en dicom... ¿porqué no desaparecemos así de rápido?; porque el negocio de estos soplones profesionales, estos carroñeros de las faltas ajenas, es que sea uno el que tenga que ir y pagar para que lo borren de su base de datos. Y esto no nos protege ante una nueva inclusión en la lista.
Así es, de alguna forma u otra estamos obligados a cuidar nuestras espaldas del juicio ajeno y la reglamentación social. Porque, aunque todos vamos en el mismo barco, no todos remamos hacia el mismo lado.
Pero con el tiempo todos nos acostumbramos a los retos y, como ya no hacemos caso, aparece una argucia académica que logra hacernos volver en parte a nuestro camino... las anotaciones. Las hay de dos tipos: las positivas, que permiten a los ñoños y tranquilos seguir siéndolo, pero que además sean reconocidos por ello; y las negativas, para los rebeldes y amigos del recreo, que no se conforman con el uso y abuso de los ñoños para efecto de las pruebas, sino también el uso de los mismos para burlas y juegos. Y así nos plantean la disyuntiva más grande de nuestro comportamiento escolar: si no eres de un bando, eres del otro. Y quedamos destinados a recibir cuanta anotación pueda surgir de las mentes malévolas de nuestros profesores e inspectores, sin importar si participamos o no en el problema, si nos inculparon o simplemente no estábamos.
Cuando por fin dejamos el colegio y nos llevamos nuestras hojas llenas de anotaciones para por fin olvidarnos de todo, nos llega la oportunidad de comenzar de cero en la educación superior. Es aquí donde nuestros exabruptos no son tomados en cuenta y todo está permitido (excepto tomarse la facultad o quemar la escuela). Pero todo sueño tiene que terminar.
Entonces, luego de algunos años de descanso respecto a las anotaciones negativas, salimos a trabajar. Y es aquí donde, sin avisarnos, las anotaciones vuelven en gloria y majestad, pero no como negativas o positivas, sino como revisiones de trabajo, evaluaciones de personal, evaluaciones de crédito, revisión salarial, etc. Pero la mayor de las anotaciones negativas es una que nos limita para todo: el DICOM. Claro, porque para todos los mortales que no tenemos cuentas en importantes bancos y no movemos capitales al extranjero, el dicom es la mayor amenaza para nuestra estabilidad tanto laboral como social. Es cosa de ver cuando uno pide un crédito, quiere comprar o arrendar una casa, busca trabajo o simplemente quiere abrir una cuenta. El inspector del colegio vuelve disfrazado de un soplón social, quien por teléfono o por internet nos recuerda a cada momento que alguna vez cometimos un olvido o un error. Y como único descargo podemos decir “eso fue hace mucho, ya lo pagué”, pero no por ello logramos que se nos dé el crédito que necesitamos. Además surge otro problema: si aparecemos tan fácil en dicom... ¿porqué no desaparecemos así de rápido?; porque el negocio de estos soplones profesionales, estos carroñeros de las faltas ajenas, es que sea uno el que tenga que ir y pagar para que lo borren de su base de datos. Y esto no nos protege ante una nueva inclusión en la lista.
Así es, de alguna forma u otra estamos obligados a cuidar nuestras espaldas del juicio ajeno y la reglamentación social. Porque, aunque todos vamos en el mismo barco, no todos remamos hacia el mismo lado.
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