Una de las historias de gangsters que más me gusta es la de “Los Intocables” contra “Al Capone”. Esa relación de odio-admiración entre ambos, en que mientras uno se escapaba siempre y lograba sus negocios sucios en la ley seca, el otro lo perseguía y lograba desbaratar varios de sus planes. Durante años se persiguieron mutuamente, mataron gente de cada bando, pero por sobretodo generaron en el atribulado ambiente de los años ’30 una admiración por parte de la gente hacia ambos bandos. Todos sabemos que Al Capone siempre se salvó, para molestia de muchos policías honestos, pero no lo logró del todo. Pasó que un día llegó a la oficina de Eliott Ness un hombrecito de lentes que llevaba una carpeta bajo el brazo y le dijo “tenemos a Al Capone”. Como Ness no lo había arrestado ni tampoco había logrado inculparlo con los decomisos, su asombro fue absoluto. Un tipo de la oficina de recaudaciones podía arrestar a Capone sólo mostrando unos papeles donde se demostraba que había evadido impuestos. Y así calló Al Capone, uno de los criminales más recordado y admirado del siglo anterior.
En Chile, en cambio, no había ley seca. A cambio, hubo golpe, toque de queda, detenidos desaparecidos, crímenes, se prohibió la libertad de prensa y de manifestaciones democráticas, bajo el alero de la dictadura de Pinochet. Este hombre, que consiguió el poder bajo una situación límite, que sólo el destino en muchas grandes jugadas lo llevó a ser general, que jamás aprendió a modular, que una sola vez se sacó una foto con lentes oscuros y que ha sido reproducida mil veces para recordar su malévolo rostro, estuvo por muchos años libre de culpa. Sí, libre de los asesinatos en masa que ocurrieron bajo su gobierno, donde él sabía hasta cuando caía una hoja de un árbol, pero que mágicamente después negó saber. Libre de culpa por la sangre de esa gente, porque él no se manchó las manos, se las mancharon otros a quienes también abandonó a su suerte. Libre de las lágrimas de las madres, esposas e hijas de quienes murieron. Libre del aislamiento que sufrieron los miles de exiliados. Libre de remordimientos por falsear un plebiscito. Libre de todo.
Este dictador se dio maña para cambiar a Chile en muchos aspectos, dejar amarrado el poder a la forma que él lo tenía y crear una constitución que sólo beneficiaba a algunos, que, por otras vueltas del destino, lo dejaron abandonado a él. Creó el cargo vitalicio para que después que se retirara del ejército pudiese tener fuero parlamentario y salvarse de cualquier requerimiento judicial, burlándose en la cara de la democracia que él mismo destruyó. Fue un tribunal extranjero el que lo apresó por primera vez; pero claro, Chile dijo ser soberano y querer juzgarlo aquí, cosa que no pasó porque tenía fuero y porque los jueces, en su mayoría, seguían siendo los mismos de la dictadura. Miles de personas rogaban por justicia, por saber donde estaban sus seres queridos, pidiendo un gesto de misericordia para responder tantas preguntas que jamás fueron contestadas.
Pero nunca cayó. A pesar del tardío desafuero, los resquicios legales con que adujeron una “demencia senil” lo salvaron nuevamente de cualquier proceso. Además, la edad lo hacía ver hasta casi benévolo, un pobre viejo postrado en su silla de ruedas.
Hasta que apareció nuevamente el hombrecillo con su carpeta. Claro, porque el dictador que dijo no ganar más que lo que el ejército y el sueldo de “presidente” le generaban, movía caudales de dinero fuera del país, con identificaciones y pasaportes falsos, ayudado por su familia y algunos cercanos, sin que nadie se diese cuenta de que en Chile el bolsillo cada vez estaba más vacío. Y se descubrieron las cuentas en el banco Riggs y estalló el escándalo. Claro, porque hasta para los empresarios que lo apoyaban durante sus matanzas se sintieron “ultrajados” (ya que el dinero sí les importa); porque con esa plata se podrían haber hecho muchas cosas más para la gente, pero por sobretodo, porque había sido él, al que nunca se le había podido atrapar. Y fue la carpetita de los impuestos la que apareció en un escritorio y un hombrecillo dijo “tenemos a Pinochet”. Y al igual que Al Capone, Pinochet y su séquito cayó en manos de la justicia, no por sus crímenes contra la humanidad, no por su crueldad ni por su despotismo, sino por los impuestos.
2 comentarios:
como siempre excelente
JAJAJAJAJAJAJAJAJJAJAJAJAJAJA...
No había hecho la comparación.
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